ARTURO LÓPEZ VILLA

ARTURO LÓPEZ VILLA, un personaje rescatado del anonimato.

Por: Diego Franco Valencia

Don Arturo López Villa, indudable­mente, fue un personaje de nuestra historia pueblerina, un ser humano común y corriente que quiso entrañablemente su terruño y al que sirvió incondicionalmente como ciudadano y funcionario público. Siempre quiso que su nombre no fuese publicado como gestor de cosas impor­tantes del municipio. Esto, en razón de su humilde condición humana, demostrada desde su infancia de «muchacho de pueblo», vivida en los comienzos del siglo pasado, cuyas calles empedradas y polvorientas recorrió diariamente ofreciendo en su cajón de madera, colgado en su cuello, los turrones y «mecatos» que generaban unos ingresos que le procuraran su independencia económica. No quería ser «una carga» para sus padres que debían levantar una familia numerosa, vista desde la perspec­tiva del hoy. Eran seis hermanos, pertenecientes a la misma «prole» de Nicasio López, uno de los personajes que edificó y le dio vida a este pueblo de Dios. De igual manera, por el lado de los Villa, fue descendiente de otro hombre cívico, don José Concepción Villa, a quien ya hicimos referencia en estas memorias. En ese ambiente de pueblo fue creciendo don Arturo y, con el tiempo, pasó de la chaza a tener su propio negocio de tienda, ubicada en una esquina de la plaza principal, en los bajos de la vieja casa de los Hoyos, frente a lo que es hoy la «Casa de la Cultura». Allí lo conocimos como distribuidor oficial del periódico EL TIEMPO, cuya representación ejerció durante un poco más de treinta años. Era ya el esposo de doña Evelia Ángel, con quien procreó a sus hijos Carlos Arturo, Gilma, Bertha, Aleyda y Gilberto, personas importantes en nuestro medio local.

No llegó a ser un hombre rico material­mente, como si ocurrió con otros comerciantes contemporáneos a él. Pero si sobresalió por su gran espíritu humani­tario. Se cuenta que no fue amigo de embargar a sus deudores morosos o de presionarlos judicialmente. Todo lo arreglaba «por las buenas». A tal punto que llegó a convenir con algunos de ellos el pago de las deudas en especie y por cuotas, como ocurrió, con algún vecino de la vereda el Rayo con quien pactó recibirle la cosecha de maíz y de frijol para surtir su tienda de víveres. Como anécdota se cuenta que pactó con un peluquero moroso en la cancelación de sus cuentas de mercado, redimir dicha cuantía a cambio de que le motilara sus hijos, evento que anotaba en su viejo cuaderno de clientes de tienda. Don Arturo fue un apasionado por el deporte del fútbol y, como tal, fue un «hincha ferviente» de la Selección X y la Selección Marsella. Fruto de esa pasión nos dejó la explanación de los terrenos de la veja cancha de «La Aurora». Escenario del fútbol del Marsella de ayer. Además, con ayuda del Padre Carlos Giraldo Vélez, de quien fuera su amigo, gestionó y procuró la adecuación de la cancha de lo que hoy es el Estadio «La Rioja» (alguna vez se propuso bautizarlo con su nombre y, por su humilde petición, se decidió dejarlo con el que lo identifica actualmente). Por esas cosas del destino la obra fue culminada por su hermano Guillermo, diez años más tarde. Así fue la personalidad de don Arturo. Para él era más importante lo que pudiera dejar de herencia a las futuras generaciones que la «gloria de papel» que dan los pergaminos, como el mismo lo aseguraba. Con el tiempo y gracias a sus méritos ciudadanos, fue nombrado Personero Municipal hacia el año de 1962. Era la época en que la Personería Municipal hacía las veces de Oficina de Planeación Municipal y de Secretaria de Obras Públicas. Allí aprovechó «el barranquito» para adelantar obras en las canchas ya mencionadas, cristalizando sus sueños que cobijó desde niño, hasta cuando llegó a ser árbitro de aquella disciplina deportiva. Además gestionó la construcción de la Escuela Mariscal Sucre, en su actual locación, aprovechando el lleno de una antigua laguna que se hizo posible con las tierras de repello del lote donde se ubica la primera etapa del Barrio Sucre. Don Aturo, en síntesis, no fue un hombre muy estructurado en la Academia. La escuela pública solo llegaba hasta el grado cuarto de primaria. Su vasta cultura y su su carácter de «excelente conversador» y narrador de historias los adquirió de la  lectura de libros y folletos, especialmente de los grandes columnistas del Periódico EL TIEMPO, donde descollaban Eduardo Santos (su ídolo de las letras y de la Política), Antonio Panesso Robledo, Eduardo Caballero Calderón, Lucas Caballero, entre otros. Fue un gran admirador del pensamiento político de Jorge Eliécer Gaitán y de Alfonso López Pumarejo, de lo cual puedo dar fe, ya que tuve la oportunidad de ganarme los primeros pesos de mi infancia distribuyen­do el periódico a los escasos suscriptores locales y vendiéndolo a cambio de una propina que me cedía por cada ejemplar vendido en las calles.

Ha pasado ya a la historia la vida de don Arturo López Villa, después de noventa y nueve años de existencia. Un hombre de bien, un ciudadano al que la historia de Marsella le debe una significativa contribución a su desarrollo y a quien jamás podremos pagarle sus obras y enseñanzas con cosechas de maíz o con motiladas para sus hijos.

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