CANTO A LOS COLONIZADORES ANTIOQUEÑOS

Marsella -«El municipio verde de Colombia»-. situado cerca de Pereira, en pleno corazón del Eje Cafetero, está hoy de fiesta al cumplir 162 años de vida.
Nació, sí, en 1860, durante la colonización antioqueña del Viejo Caldas, una verdadera proeza en la historia nacional, que describo así en el siguiente poema, con el cual abro el libro «Historias y leyendas de pueblo» -Ver portada-, dedicado a mi bello y siempre amado pueblo de infancia.
(Nota: Lamento que las estrofas, de cuatro versos con excepción de la última, no salgan separadas por un problema técnico sin resolver. Gajes de la tecnología)…
CANTO A LOS COLONIZADORES ANTIOQUEÑOS
-I-
Fueron domesticando la montaña
a rudos golpes de machete y hacha,
con el escapulario de la abuela
colgado en la garganta.
 
 
Salieron en tropel, como unos parias;
sin nada en los bolsillos; con el alma
puesta en algún secreto del carriel,
y andando en alpargatas.
 
 
Llevaban la mirada perdida, solitaria,
como son las miradas de los náufragos,
y en sus venas corría simplemente
la sangre de los paisas.
 
 
Eran viejos arrieros, muy berracos,
que con recuas de mulas desfilaban,
entre los gritos de niños hambrientos,
en busca de El Dorado.
 
 
Cruzaron anchos ríos de la patria,
retaron precipicios y hondonadas,
sin temor a la muerte ni al peligro,
dondequiera que estaban.
 
 
Nada los detenía; ni su paso
lograban contener fieras salvajes
rugiendo en la espesura de la selva
aún no conquistada.
 
 
-II-
 
 
Al final de su larga travesía
y al caer de la tarde, ya cansados,
levantaron pueblitos montañeros,
hechos de paja y guadua.
 
 
En el centro, la iglesia que adoraban
con un Dios de dolor, crucificado,
que era también un pobre carpintero,
salido de la nada.
 
 
Más allá las viviendas de bahareque,
dobladas por el viento cuando pasa,
y las tibias posadas donde otrora
no había nadie extraño.
 
 
La escuela donde muchos aprendimos
todas las letras del abecedario
entre risas y cantos infantiles,
como un coro de ángeles.
 
 
En ruidosas cantinas, en los bares,
donde historias muy tristes se contaban,
brindaban en sus copas de aguardiente
para calmar pesares.
 
 
Y lejos, escondido en la distancia,
sin poderse asomar por el pecado,
el barrio de las putas parecía
otro pueblo fantasma.
 
 
-III-
 
 
Así nació, por fin, el Viejo Caldas;
así vivieron los antepasados,
y así se fueron desapareciendo,
con sus frentes en alto.
 
 
Hoy nadie los recuerda. Ni la sangre
reconoce la historia en su pasado
y, en lugar del orgullo, nos sentimos
más bien avergonzados.
 
 
¡Qué tanta ingratitud! ¡Cuán miserables
somos los herederos de los paisas
si al mirar nuestras huellas en el polvo
no vemos sus pisadas!
 
 
Si vamos por el mundo indiferentes
a que un arriero grita en nuestras almas,
reclamando en el fondo de la tierra
sus derechos de padre.
 
 
Si seguimos, en fin, tan orgullosos,
tan serios, tan solemnes, tan distantes,
cual si fuéramos hijos de los reyes,
sin sombra de una enjalma.
 
 
Cual si aquella proeza, sí señores,
no fuese digna aún de ser contada
como cuentan la del Cid Campeador
en nuestra España.
 
 
Cantemos a los colonizadores,
cantemos sus heroicas hazañas,
un canto general que el gran Neruda
cantaría con ganas.
 
 
¡Loor a los arrieros antioqueños!
¡Loor a nuestra raza!
Jorge Emilio Sierra Montoya
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