DON PEDRO SALAZAR

EL ÚLTIMO DE LOS PATRIARCAS

Por Gustavo Alberto Ortíz Maldonado

Hay una diferencia enorme entre héroes y patriarcas, los héroes siembran vientos para cosechar tempestades y los patriarcas siembran valentías para cosechar lealtades. Decía el historiador William Manchester que los héroes tienen poco que ver con la democracia, los orígenes de su atractivo están en el pasado, antes del nacimiento de los Estados nacionales, pero una cosa parece evidente, y es que ninguna sociedad ha logrado la cohesión sin ellos. Colombia no ha tenido héroes, tal vez a ello se deba que no tenga cohesión de Estado pero sí de propósitos, y es que los propósitos nacen en el seno del hogar y allí se forman y proliferan los patriarcas, porque su yunque es la defensa de sus convicciones, la formación de valores humanos y del tejido social de un Estado, de una comarca, de una pequeña vereda. Un patriarca tiene la misión suicida de establecer avanzadas de colonización allí donde el héroe sólo dejó su impronta de deseos y la mística de la identidad. Nuestros patriarcas se deslizaron sigilosamente con sus cordadas de mulas por nuestras empinadas cordilleras en jornadas aterradoras y con el mero beneplácito de las estrellas. Pedro Salazar, que fue uno de ellos, se vino de Antioquia amansando montañas, y se asentó aquí en nuestra pobre tierra a la que amó hasta el último de sus días, y en la que encontró que todo estaba por hacer. Agitó nuestras dormidas instituciones y todas las toldas políticas para impulsar el progreso de nuestra comarca, y, cuando no tuvo el suficiente poder de convocatoria, de su propio peculio inició la construcción de la carretera al Alto Cauca; cedió los lotes para la primera escuela y el propio colegio de formación agrícola de esa vereda; fue uno de los primeros impulsadores de la cooperativa de caficultores de nuestra localidad, pero por sobre todo le enseñó las primeras lecciones de civismo a nuestra clase política.

Ya no nos quedan patriarcas; ahora se les dice líderes. Los liderazgos sólo se promueven y se conservan con la política; el patriarcado, en cambio, exige dedicación, la caridad desinteresada y la permanente promoción de los valores ciudadanos. Nos hará falta su presencia, Don Pedro, para buscar esperanza ahora que nos tocó importar café; para buscar refugio espiritual ahora que nos toca cambiar de idiosincrasia, ahora que un régimen mezquino nos quiere obligar a renunciar a un negocio próspero que les resulta rentable a todos menos a sus productores. Imagínese, Don Pedro, ya sólo nos falta importar cocaína y sicarios. Echaremos de menos la verticalidad de su conducta y su verbo revelador que nos inspira, ¿quién de nosotros no aprecia como un raro don, como una gema, el contacto con un maestro?

Los patriarcas se reconocen porque mueren rodeados de sus nietos y de sus buenos amigos, con los pies eternamente fríos pero cercanos al fuego del afecto. Pedro Salazar y Doña Evelia engendraron a unos buenos ciudadanos, y la totalidad de una familia que ha amado a sus padres casi con idolatría. Supimos de los esfuerzos de todos ellos y de los desvelos causados por el permanente deterioro de la salud de su padre. Los comprendemos absolutamente :no hay nada tan aterrador como esa infernal edad de la razón cuando nuestros padres se convierten en nuestros hijos. Ya en el ocaso de sus días, en sus noches infinitas de miradas perdidas, de cavilaciones inquietantes y pupilas empañadas, se abandonan a nuestra suerte como un náufrago medio sumergido en las turbulentas aguas de los puertos distantes donde hace tiempo las esperanzas murieron. Ellos con mirada impasible, y nosotros tiritando de flaqueza, nos hacen sentir la humillación y la impotencia de tener que dejarlos marchar, en el preciso momento en que los considerábamos invencibles e inmortales.

Pero, ¡un momento, amigos!, se murió fue un patriarca y los patriarcas viven para siempre izados al corazón de sus familias, ¿cuál es, entonces, la lección que Pedro Salazar le deja a nuestra comunidad? Pues la lección que todos debiéramos aprender porque es la lección impartida por un hombre comprometido con sus gentes, con su terruño, es la lección impartida desde la hombría seria que nace de la reciedumbre del carácter, nacida de la convicción, de la fe honesta, de la palabra cumplida, del amor que prodigó sin límites y sin ambages. Nos deja un legado de esperanza y el amor al esfuerzo denodado.

Muchísimas gracias, gentil Patriarca, Usted será siempre una figura tutelar en el recuerdo de nuestra pequeña comarca

 

DON PEDRO SALAZAR, UN HOMBRE BUENO

Diego Franco Valencia

Conocí a Don Pedro Salazar a comienzos de los años setenta, cuando iniciaba mi vida pública, como Secretario del H. Concejo Municipal. Don Pedro, un hombre sencillo, tan erguido en su físico como en su alma, era una persona reconocida y apreciada por la sociedad Marsellesa, tanto de la época aquella como de la actual. Y no era para menos, en su discurrir fue miembro activo de la Sociedad de Mejoras públicas, representante de los cafeteros en sus congregaciones gremiales y cuyos penares y pesares guardó en su alma. De igual manera, hizo parte de otra serie de juntas o comités que fueron cimientes de la organización pueblerina de entonces. Tanto que integró el grupo de personajes que, a nivel local, impulsó la creación del departamento de Risaralda. Así, Don Pedro, fue una persona admirada por la clase política que sobresalió en los albores de este ente territorial.

Luego, tuve la fortuna de encontrarme con él, cuando hacía parte de los padres de familia de la comunidad Instituto Estrada. Allí, prácticamente consolidamos una amistad, si se quiere contrageneracional (nos distanciaban más de 35 años de vida), en cuyos momentos de encuentro aprendí mucho de sus intimidades: su amor entrañable por Marsella, terruño del cual se había apropiado a pesar de sus orígenes ancestrales antioqueños. Ya mi madre me había hablado de él como un insigne miembro de una familia que por su civismo y hospitalidad recalaba en la sociedad (Don Erasmo Salazar, su tío- cuñado, le había brindado su hospedaje, en la finca de la Armenia, a ella y a otras maestras que se iniciaban en la labor docente, a cambio de nada o mejor, como reconocimiento a una labor, aún hoy impregnada por la ingratitud de quienes de ella se benefician).

Don Pedro no fue un caudillo, fue un político, casi que «apolítico». Quiso siempre ver la administración pública como un arte de «servir» más que de «servirse». Un hombre sin sectarismos, a pesar de su convicción conservadora. Quiso ver en los administradores locales a hombres o personas que velaran por el «bien común» y el desarrollo de la comarca. Por ello, fue su crítico implacable. Siempre dio la cara al conflicto, pero propuso soluciones. Hablaba de frente y, en él, la patraña y la conseja nunca hicieron morada.

Con la ida de don Pedro, creo que se fue uno de los prototipos del civismo, al que quizá Marsella no le brindó las oportunidades que se mereció. Pero la Divina Providencia supo premiarlo concediéndole un final que siempre añoró: junto a su familia compacta (todos sus hijos, hijas, nietos y bisnietos y su esposa lo acompañaron hasta el final de sus días). Sin la carga emocional de ser un «estorbo», vivió y murió en paz con Dios y con los hombres. Elaboró una vida digna de ser contada y reconocida. Una vida de esas que dejamos ir sin aprender de ella lo suficiente.

Don Pedro León Salazar, para mí, sigue siendo el hombre de bien que, de joven, quise imitar en ciertos rasgos de su personalidad y a quien aún sentimos muchos de los Marselleses como un ser que no ha partido para siempre, sino que permanece difuso en el aire de Marsella…

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