EL CAFETERO QUE PERDIÓ SU FINCA

Jorge Emilio Sierra Montoya
Mi tío Tiberio Montoya -Ver foto-, de quien conmemoramos, en medio del pesar y la nostalgia de familiares y amigos en Marsella, el quinto aniversario de su muerte, es el protagonista del siguiente relato que aparece en mi libro “Crónicas de vida en tiempos de guerra” (Amazon, 2021)…
EL CAFETERO QUE PERDIÓ SU FINCA
Como muchos otros caficultores, mi tío Tiberio Montoya fue también víctima de la ruptura del Pacto Mundial Cafetero a fines de los años ochenta, cuando se puso en boga el modelo de apertura económica y, por ende, la liberalización del comercio internacional que hoy se impone a diestra y siniestra.
Cuando menos pensó, no tenía con qué pagar las deudas, pues los precios del grano se fueron a pique, no daban sino pérdidas, y, como los intereses de los créditos, atados a una alta inflación, estaban por las nubes, la única salida que tuvo fue rematar su finca al mejor postor (en esa época los narcos se aprovecharon de lo lindo por ser casi los únicos que podían comprar).
Fue cuando decidió, tras hacer unas pocas inversiones en el área urbana de Marsella, su pueblo natal, irse por los lados de la Costa Atlántica, cerca de Santa Marta, donde con un viejo amigo suyo invirtió, cuanto quedaba de sus ahorros, en otra finca, donde estaba seguro que saldría una vez más adelante, dada su condición de buen administrador.
De regreso a la Costa:
Estaba feliz, en verdad. Volvía a la Costa -donde vivió durante muchos años, desde su juventud, cuando hizo fortuna en el comercio- para disfrutar nuevamente del calor y el mar, la brisa y, sobre todo, la tierra, sus amados cultivos, en compañía de su esposa e hijos pequeños. No se cambiaba por nadie, mejor dicho.
Pero, un día cualquiera las cosas cambiaron por completo. De un momento a otro, se le apareció un grupo de hombres armados, quienes se identificaron como miembros de las Farc, grupo guerrillero que entonces hacía de las suyas a lo largo y ancho del país, especialmente allá, por la Sierra Nevada de Santa Marta, en cuya vasta, empinada y boscosa región se escondían.
Le explicaron, sí señor, que esa tierra era de ellos, donde ejercían control soberano desde tiempo atrás, más aún cuando se trataba de un corredor estratégico en su travesía desde la montaña hasta los centros urbanos, tanto por su lucha revolucionaria como por los negocios que les permitían financiarla (tráfico de drogas ilícitas, cabe suponer). “La finca es nuestra”, le dijeron.
Por tal motivo -agregaron los inesperados visitantes, alzando la voz-, debían salir de allí cuanto antes, devolverles su propiedad, “y si no lo hacen -le advirtieron, amenazantes-, toda su familia sufrirá las consecuencias”, por lo cual simplemente estaban en peligro de muerte: ¡Serían ajusticiados, ni más ni menos!
Y salió sin un peso:
Él, que era hombre de paz, enemigo de los problemas y sólo un trabajador incansable como buen paisa, no tuvo otra salida que abandonar su finca y perderla, a diferencia de otros propietarios que decidieron luchar con el apoyo, en ocasiones, del Estado y las fuerzas militares o paramilitares frente a la terrible arremetida guerrillera que estaba a punto de tomarse el país. Salió sin un peso, claro está.
Durante varios días permaneció en Santa Marta, tratando de sobrevivir. No obstante, la falta de dinero le obligó a pedir ayuda, entre parientes y amigos, para pagar su trasteo de regreso a Marsella, donde con el paso del tiempo terminó solo, asistido por sus hermanas, ancianas como él, y finalmente por un hijo suyo que ya había crecido, quien le tendió la mano al igual que su hija mayor, residente en Europa.
Del hombre seguro, confiado y orgulloso de antes, poco o nada quedaba.
No le interesó, por lo visto, reclamar sus derechos como víctima de las Farc, ni recuperar su tierra en la Costa aunque poseía el título de propiedad, ni mucho menos meter a sus hijos en tremendos líos, acaso para no repetir su historia.
Le importaba un comino, en fin, que los victimarios nunca pagaran sus delitos, ni fueran a la cárcel, y más bien se dispusieran a gozar de la libertad para hacer política y llegar al Congreso o el Gobierno, sin decir siquiera qué hicieron con su finca, con su dinero, con su felicidad.
Ahora sólo quería morir tranquilo y en paz…
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