EL DOCTOR LEONIDAS, UNA HISTORIA DE AMOR

Tomado del libro HISTORIA Y LEYENDAS DE PUEBLO , de Jorge Emilio Sierra Montoya

EL DOCTOR LEONIDAS LÓPEZ

Una historia de amor

Es una historia de amor, en realidad. Así la conta­ron mis abuelos, cuando yo sólo tenía doce años. Luego habría de comprender, con el paso del tiem­po, que era una versión «arreglada», oficial, tanto en consideración de mi edad como por cuidar el buen nombre de la familia, familia de rancio abo­lengo en un pueblo de montañeros.

Lo cierto es que Leónidas López tuvo la fortuna, la enorme fortuna, de nacer en un hogar acomodado, influyente, de prestigio, donde su padre ostentaba el título, entre muchos otros, de haber sido el pri­mer alcalde de Marsella y uno de los hombres más ricos, virtud que compartía con su esposa, doña Beatriz López, heredera también de varias pro­piedades.

Leónidas, pues, no tenía de qué preocuparse en materia económica. Los únicos asuntos que le preocupaban, en su temprana juventud, eran los sentimentales, del corazón, al haberse enamorado de una bella dama cuyo nombre fue ocultado, por razones desconocidas, a quienes nos preciamos de llevar la sangre de «los López» en las generacio­nes posteriores.

Pero, además de niño rico y enamoradizo, Leónidas resultó inteligente. Y su padre, que en cuestión de educación para sus hijos no exhibía la tacañería que lo hizo célebre en el pueblo, le impuso su santa voluntad de irse a estudiar medicina en el extran­jero, exactamente en Francia. No valieron los rue­gos, ni los reclamos, ni las presiones de sus amigos, ni los consejos de Monseñor Estrada.

‘Te vas —le dijo—. Cuando regresés, ya sabrás qué hacer con tu vida.

Al regresar, con el flamante título de doctor entre sus pesadas maletas traídas del viejo continente con libros y más libros de versos (al-fin y al cabo resultó poeta en medio de la soledad europea y el dolor insoportable de haber dejado su primer amor), se encontró con la infausta noticia de que ella, la enigmática novia que no registraban las historias familiares, se había casado, a lo mejor cansada de esperarlo. O, simplemente, por haberse enamorado de otro.

No resistió el golpe. Arrojó lejos, con furia, su anillo de compromiso, y se encerró a escribir poemas decadentes, románticos, en la casa de El Tablazo, donde en ocasiones atendía a sus pacientes cuan­do el vicio de la morfina en que cayó, al igual que su primo Alfonso, se lo permitía. O cuando no tenía que ir hasta el pueblo, en casos de emergencia.

Una emergencia fue precisamente la que le costó la vida. Era de noche —contaba mi abuelo—; caía una lluvia pertinaz, y entre las sombras salieron a avisarle que su antigua novia estaba a punto de tener un hijo, el primogénito, en su finca al otro lado del río.

“Usted es el único que puede salvarla”. le advirtieron.

No lo pensó dos veces. Tomó su-caballo, partió «como alma que lleva el diablo» hacia Beltrán, hacia el río Cauca, y allí, al intentar cruzar el puente, comprobó con angustia que le habían echado can­dado, seguramente por seguridad, para evitar el robo de ganado o los ataques de «la chusma».

Gritó hasta el cansancio para que le abrieran. Na­die lo escucho. Y desesperado por el miedo a per­derla, se lanzó a las aguas del río, confiado —ase­guraba mi abuelo, exaltado por la dramática situa­ción descrita— en que sus condiciones óptimas de nadador le permitirían cruzarlo a pesar de la corriente turbulenta, agitada por la lluvia.

No pudo alcanzar su objetivo. El Cauca se lo tragó, a escasos metros de la finca donde su único amor daba a luz el hijo que él soñó con ser suyo.

«Murió en su ley, como buen poeta romántico», concluía mi abuelo.

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Algo faltaba en esa historia, me decía. Era dema­siado hermosa para ser cierta. Además —me inte­rrogaba con inquietud—, ¿quién presenció la esce­na de su muerte, si nadie logró escuchar los gri­tos?…

Preguntas similares me acompañaron durante lar­gos años, incluso mucho después de la desapari­ción de mis abuelos. Hasta que por fin logré despe­jar todas las dudas, si bien con la tristeza de revelar el misterio, de ver esfumarse la fantasía.

Porque era una fantasía esa historia. La verdad es que Leónidas sí fue hijo de Nicasio, sí estudió me­dicina (en Bogotá, no en París) y sí regresó al pueblo, pero es falso que tuviera una novia de juventud a quien luego encontrara casada, siendo infiel al compromiso contraído.

No. La historia real es sórdida, por decir lo menos: | se enamoró, tan pronto volvió al pueblo, de una mujer «de vida alegre», fundadora del prostíbulo (El Morro) que todavía existe, y enfrentado a la vo­luntad omnipotente de su padre y a los ruegos de su madre Beatriz, hizo vida marital con ella, ante la mirada escandalizada del pueblo.

De todos modos, buscaban guardar las aparien­cias. O ser prudentes, en lo posible. Y cuando que­rían dar rienda suelta a sus amores tormentosos, preferían irse al pueblo vecino: Belalcázar, situado en lo alto de una colina. Para! llegar hasta allí tenían que atravesar el río, el río Cauca, cruzado de veras por un puente que permanecía abierto o cerrado por orden del alcalde.

El alcalde, en esos días, no era Nicasio, su padre, sino uno de sus hermanos, Antonio, quien no se sabe si por voluntad propia o por insistencia de Beatriz, su madre, ordenó cerrar el puente al sa­ber que Leónidas, según le informaron en El Ta­blazo, iba rumbo a Belalcázar, en su caballo, con la odiada prostituta en ancas.

Y sí: ante el obstáculo que se les presentó, el médi­co, con sus buenos tragos en la cabeza, se lanzó a atravesar el río, con tan mala suerte que éste, sin estar crecido ni haber lluvia, se lo llevó, mientras su querida lanzaba grito desesperados desde la orilla.

De ese modo, ella pudo volver al pueblo, mantener su rentable negocio de putas y fomentar la versión, entre orgías y borracheras, de que la madre y el hermano de Leónidas lo habían asesinado por impedir su viaje a Belalcázar.

«¡Ellos son los culpables!», gritaba desde El Morro, y el eco resonaba en el parque principal, en una de cuyas casas enormes vivía doña Beatriz López, viuda de Nicasio, agobiada por el recuerdo de su hijo muerto en el Cauca.

El doctor Leónidas López

«También me cautiva Leónidas López, a quien reputaba yo mejor cirujano literario que médico; con el bisturí y el escalpelo de la pluma era una potencia; sus análisis químicos y bacteriológicos del bacilo de la ironía me seducían».

Padre Fabo. Historia de Manizales

Su familia fue una de las primeras en llegar al pueblo. De las familias fundadoras, que llaman (o llamaban, porque hoy en día a nadie le interesa). Venían de Antioquia, de uno de esos tantos muni­cipios —Sonsón, Concordia» El jardín…— que desde el siglo XIX lanzaron olas migratorias, para colonizar el Viejo Caldas, tumbando montañas «a golpes de tiple y hacha».

Eran verdaderos arrieros, con su recua de mulas en busca del nuevo Dorado.

El pequeño valle al que llegaron lo era, en cierta forma. Al menos allí, confundido en las aguas de su quebrada, apareció el polvo amarillo, brillante, que a la luz del sol reflejaba los ojos ansiosos de sus descubridores: el oro, del que desde entonces se dijo que abundaba por aquellas tierras tanto como el agua en el mar.

Llegó  a decirse, incluso, muchos años después, tras infructuosos esfuerzos por hacerse millonarios de la noche a la mañana, que la mina existía pero debajo del pueblo, por lo que a éste había que tras­ladarlo. Y estuvieron a punto de hacerlo, cosa que por fortuna se evitó cuando una compañía inglesa, 14 de prestigio internacional, trajo máquinas estruen­dosas, abrió socavones, rompió la tierra por todos lados… y finalmente regresó a su lejano país, en medio de las protestas de sus funcionarios por ha­ber perdido el tiempo y la plata.

Fue cuando terminó la fiebre del oro, la cual si re­surgía era a escondidas, de manera clandestina y en una que otra de sus primeras casas, por lo gene­ral a muy avanzadas horas de la noche. O en las fincas, donde los guaqueros confiaban en hallar algún cementerio indígena, lleno de tesoros.

Pues bien: Nicasio López estuvo entre los pobla­dores pioneros, iniciales. Debe haber llegado con algún dinero, que por aquellos tiempos era bastan­te escaso, pues empezó a construir, con sus com­pañeros de colonización, las amplias viviendas de bahareque, una de las cuales, en la Plaza de Bolí­var, se conserva con las ventanas volcadas hacia el parque, el largo alero para esconderse de la llu­via, el tejado que sobresale a lo lejos y el corredor que recorre la sala, el comedor, la cocina, el tenebroso baño y cuatro habitaciones, donde transcurrió buena parte de mi infancia.

Es una de las viviendas más bellas de la región, con paredes enormes que son tapias, también con un corredor alrededor de su segunda planta, adon­de llegan, cansadas, dos viejas escaleras, una para uso exclusivo de los dueños y sus amigos, mientras la otra era para los criados, quienes no podían hacer uso de la primera.

Fue allí, en aquella casa, donde ocurrió la triste historia del doctor Leónidas López, uno de los tres hijos de Nicasio. Una historia de amor, digna de la época

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