EL PAJARO

Tomado del libro, Historias y leyendas de Pueblo de Jorge Emilio Sierra

Era como se dice, un buen mozo, O bien plantado, que llaman. Cuestión de sangre, además. Porque los miembros de esa ilustre familia marsellesa aún se distinguen por sus ojos negros, seductores, enmarcados por unas cejas pobladas, tupidas, en un rostro trigueño, con bronceado natural En su caso, le ayudaban la estatura, el porte y la estampa varonil que se le acentuó con los años, a medida que fue haciendo gala de su valentía. O de su hombría. O simplemente de su instinto asesino, que los hechos posteriores se encargarán de desmentir o confirmar.

Pero a pesar de su pinta, no era mujeriego. Claro que tenía su amante en El Morro, en el alegre y siempre concurrido prostíbulo de las afueras, pero, ¿quién no la tenía? Él, a su vez, contaba con novia oficial, perteneciente a una de las más distinguidas casas locales, y pare de contar. A ambas las respetaba; las atendía naturalmente por separado y en jornadas distintas (de día y de noche, como es obvio), sin que la una interfiriese con la segunda, entre otras razones porque cada una aseguraba ser la primera. Hasta ese punto las había enamorado, mostrando sus virtudes de Casanova en tiempos machistas. Y en una sociedad que todavía se precia de serlo, como es la paisa.

Sus modales no eran bruscos, toscos, propios de montañeros y gentes sin educación, que allí eran mayoría. No. Hasta sus peores crímenes los cometió con aire de distinción, como si a fin de cuentas fuera inocente. Sus amigos de juventud lo recuerdan como a cualquier muchacho decente, pulcro, de buenas maneras, lo previsible en el hogar formado por dos ancianos venerables que ya desaparecieron entre los muchos que olvidó la historia municipal.

Nadie se enteró del cambio sino hacia los 22 años recién cumplidos, cuando regresó del ejército. Lo habían enviado a pagar servicio militar que desde épocas remotas sólo es obligatorio para los campesinos y pueblerinos. Todo indica que en los cuarteles, vaya uno a saber en que operativos, se le despertó el espíritu agresivo, atribuido en gran parte a su puntería, pues «donde pone el ojo -comentaban sus admiradores, que también los tenía-, pone la bala. 

Tan cierto es esto que en la finca de un primo, adonde llegaba para esconderse de alguna fechoría, desde muy temprano se levantaba, iba hasta algún sitio distante del patio donde corrían las indefensas gallinas, y luego de gritar a cuatro vientos, para que nadie fuera a asustarse por los tiros: «¡Vamos a ver cómo amanecí!», empezaba a disparar en serie, sin parar, mientras las gallinas caían una tras otra, con un orificio en la cabeza. Se creía Robin Hood, a lo mejor.

No se piense que cuanto acabo de anotar es un chiste o mera frase de cajón. Antes bien: lo más probable es que en el ejército, adonde entró poco antes del 9 de abril del 48, aprendiera que su partido, el conservatismo, tenía que defenderse de los liberales, aquellos que lograron apropiarse del poder durante casi dos décadas seguidas en las cuales ni siquiera permitían que sus adversarios se acercaran a las urnas después de las diez de la mañana del día de elecciones, para garantizar de ese modo la amplia participación democrática y al mismo tiempo el triunfo continuo, permanente, mientras los puestos y dineros públicos se los repartían a su antojo, con derechos exclusivos -proclamaban- a disfrutar de las codiciadas arcas oficiales.

Le pareció injusto, con seguridad. Y descubierta la capacidad innata de su extraordinaria puntería, y en medio de la guerra civil que se desató tras el asesinato de Gaitán (cuando muchos liberales se fueron al monte, en busca del poder que les arrebataron los godos, según decían), y cuando su mejor amigo se había integrado a la chusma conservadora, tomó sus armas, el caballo negro que le acompañaba a todos lados, y sin despedirse de sus viejos, ni de su novia, ni avisarle a su moza, partió a hacer historia, esa que tanto dolor causó a sus familiares y al resto del pueblo.

La leyenda de «El Pájaro» había nacido.

**********

Uno de sus crímenes más famosos, porque también lo fue el personaje que hizo las veces de víctima, fue el que cometió en una de las fincas de Gonzalo Tabares, arriba de El Tablazo, apenas se empieza a bajar, por entre más y más cafetales, hacia los planes del Cauca.

demasiado rico, y porque a pesar de sus propiedades, de sus numerosas fincas, no dejó de ser montañero, ni de salir en muía al pueblo, ni de usar alpargatas en lugar de zapatos comunes y corrientes, ni sobre todo de ser tacaño, tanto que -según repetíamos los niños al salir de la escuela -pedía hasta rebaja en una propina.

O apagaba el radio cuando escuchaba, a través de La Voz de Marsella, que iban recogiendo limosna en la iglesia, naturalmente al oír la misa de domingo – agregaban otros, con típico humor negro

»Usaba zamarros y pantaloncillos largos, sin bajarse de su caballo, para economizar pantalones», sostenían algunos con la exageración propia del pueblo a la hora de resaltar los defectos y vicios de los demás.

De todas maneras, fue uno de los primeros, junto con su familia, en recibir los ataques inmisericordes, con la mayor sangre fría, de «El Pájaro», quien llegó de noche con su pandilla a esa finca, le echaron candela a la casa donde vivían don Gonzalo y sus hijos, quienes en ese momento estaban durmiendo, y como unos pocos lograron escapar de las llamas, afuera los estaban esperando para rematarlos o someterlos a dolorosas torturas, cosa que le sucedió precisamente al viejo, a quien le cortaron la lengua.

«El Pájaro» y sus compinches pudieron huir. Sólo que divulgaron la idea, con la debida complicidad de la policía, de que simplemente estaban haciendo justicia al descubrir una imprenta para producir billetes falsos, la misma que quisieron destruir cuando se provocó el incendio y les presentaron resistencia, hecho que generó su criminal reacción.

A lo mejor por eso -cabe anotar-, don Gonzalo tuvo la obsesión enfermiza por acumular dinero, temeroso de perderlo, hasta el punto de esconder enormes cantidades de billetes en un baúl donde permanecieron guardados, con llave, durante largos años, hasta cuando lo abrió por alguna necesidad familiar o para adquirir alguna propiedad, entre las muchas que fueron suyas. ¡No encontró sino polvo, pues toda esa fortuna fue devorada por la polilla! |

No fue el único caso, claro está. Otras viviendas campesinas fueron incendiadas, igual que las de otras tantas familias, a quienes perseguían hasta la muerte por la sencilla razón de ser liberales, cosa que también les pasó a los godos, condenados por la chusma roja, en cabal ejercicio de la venganza»

Don Gonzalo era todo un personaje en la vida local. Lo fue durante muchos años, hasta su muerte a una avanzada edad, por ser muy rico,

Los Agudelo, por ejemplo. Uno de los muchachos se enfrentó al «Pájaro» en El Morro, pero a machetazo limpio. Y si bien el osado retador luchó a pie, sin caballo (a diferencia de su temido adversario), alcanzó a herirlo en la cara, dejándole una profunda cicatriz que nunca pudo borrarse.

Ni tampoco se borró la ofensa. Tras el duelo, que fue suspendido por la atropellada aparición de la policía, el padre del muchacho ofreció dar su finca para que le perdonara la vida.

«No cambio sangre por plata», fue la respuesta. Y a los pocos días le pegó un tiro en la columna vertebral, que lo dejó postrado seis meses en la cama, hasta cuando falleció. «Se pudrió en vida», subrayan quienes cuentan lo ocurrido.

Ahí no terminó la historia con esa familia, sin embargo. Eugenio, yerno del viejo, tenía una sombrerería. Un sábado en la tarde, siguiendo la costumbre, se fue a El Morro, estuvo bebiendo en la cantina de la amante de «El Pájaro», y al enterarse de que él estaba allí, perdido acaso en una borrachera que le hizo revivir la espantosa muerte del joven cuñado, no dudó en retar al asesino, de modo insistente y a los gritos.

«Salí de una vez que te voy a matar», decía en tono amenazante.

«El Pájaro» no le quiso responder. Ni salió. Ante lo cual Eugenio, cansado de esperar y gritar, decidió proseguir su correría, regresando al centro del pueblo para continuar bebiendo en otra cantina, donde dos cieguitos alegraban la noche con tiple y clarinete.

Pidió una cerveza, en el mostrador, sin mirar a la puerta. De ahí que no viera, como sí lo hicieron sus vecinos, cuando «El Pájaro», tras cruzar la plaza en su caballo negro y bajar por la falda de Hoyo Frío, se paró al frente de la cantina, desde donde le disparó sin previo aviso.

«Es que él era traicionero. Pero también mataba de frente, cuando le tocaba», señalan, a hurtadillas, los anónimos cronistas del pueblo.

Quien se le enfrentaba -dicen- era hombre muerto. Fue así como cayeron su mejor amigo, al parecer por un lío de faldas, y otro anciano que llevaba las bestias al potrero, y los que acribilló en las cantinas y en la gallera, adonde solía disparar primero a la única lámpara de gasolina an­tes de soltar el plomazo contra su víctima, quien moría a oscuras pero consciente de saber quién era su asesino.

«El Guapo», no obstante, fue el único que lo venció en franca lid. Tenía una enorme ventaja a su favor, repetida por décadas en el pueblo: había firmado un pacto con el diablo («como buen liberal», aseguraban los godos). Lo firmó -cuentan- después de su huida hacia el Río Cauca, por los montes de La Armenia, adonde tuvo que internarse tras haber matado a un detec­tive que vino de Manizales, quien pretendió «montársela» por su apariencia física, por su pinta montañera o porque no le cayó bien cuando entró a la cantina donde él, aún no bautizado con el célebre mote, estaba «alzando el codo», con una botella de aguardiente en la mesa.

Ese detective lo había requisado tan pronto lo vio. Y al no encontrarle nada, lo empujó, dio la vuelta y salió para El Morro, de donde bajó poco después con el claro propósito de molestarlo de nuevo, de hacerle sentir su autoridad a toda costa. Volvió a requisarlo, no sin pedirle, de mala gana, que se levantara de la silla. Y al hallarlo, por segunda ocasión, sin armas, le dio una palmada en la cara, que no había terminado de dar cuando ya tenía un cuchillo metido en el corazón, sacado por debajo de la mesa donde «El Guapo» lo había clavado por si acaso.

A partir de entonces, se tejieron todo tipo de leyendas en torno suyo: que se transformó en arbolito durante una emboscada; que a veces llegó a convertirse en perro o en gato para escapar de la policía, y que al propio «Pájaro», cuando pelearon, lo había dejado que le vaciara todo su revólver encima, después de lo cual sacudió la ruana y botó los tiros, como quien se limpia el polvo del saco.

«Después le dio una planchada a punta de peinilla, pero sin matarlo para ofenderlo durante toda la vida», narran quienes todavía exaltan sus proezas, entre las cuales se destaca haber sido jefe de la chusma liberal, rival de la chusma conservadora donde militaba «El Pájaro».

Las dos tropas, además, se encontraron un día en predios de La Arme­nia, lejos de permanecer cada cual en uno de ios dos extremos del pueblo, en montañas opuestas, para resolver de una vez por todas sus problemas, que eran muchos.

Y cuando todas las gentes esperaban que sería una guerra sin precedentes, que nadie sobreviviría a la disputa sangrienta, unos y otros se pusieron a beber en la cantina, derrochando el dinero que los jetes liberales y conservadores les pagaban.

Fue una tregua que desapareció al día siguiente, apenas calmaron la resaca sobre la mesa de billar o tendidos entre los cafetales.

**********

«El Pájaro» escapó a múltiples emboscadas. Entre ellas, a muchas de la policía, cada vez que le daba por aparecerse en el pueblo para visitar a su novia y a sus padres, así fuera de pasada. Porque en eso también era un paisa auténtico, apegado a la familia.

En cierta ocasión no fue por eso, por hacer tal recorrido, que estuvo a un paso de ser capturado. No. Había acabado de matar a alguien en La Rioja, hacia las tres de la tarde, y ante la persecución que desataron contra él no tuvo otra salida que echar hacia Valencia, por la calle del empedrado que atravesaba la quebrada de El Socavón, y meterse en la casa de doña Teresa Rodríguez, aterrorizada por el sorpresivo y nada deseable huésped.

«Tranquilos que ya me voy», les dijo a las tres personas que allí se encontraban haciéndole compañía a la pobre vieja.

Nadie imaginaba cómo iba a salir, pues aquel sitio, en un abrir y cerrar de ojos, se vio rodeado de policías, cada uno dispuesto a meterle un tiro entre las cejas si intentaba huir de nuevo.

Pero se escabulló, para mayor gloria de su nombre. Tomó un vestido de doña Teresita, se maquilló igualito a ella, y aprovechando algún momento de confusión salió por la puerta principal, dando las buenas tardes como si nada extraño pasara.

«Buenas tardes, doña Tere», le contestaron al unísono, sin sospechar que era «El Pájaro» quien cruzaba por medio de ellos, al frente de sus narices.

Cuando cayeron en cuenta de la farsa, nada podían hacer. Era demasiado tarde para darle alcance.

Hasta que le llegó su día. Era de día, en verdad. Unos diez tipos, contratados en Pereira por carniceros que entretanto sostenían a sus familias como parte del pago, llevaban esperándolo tres largos meses en las riberas del Río San Francisco, por donde sabían que él cruzaría en algún momento.

Y cruzó. Apenas dobló la última curva del cenagoso camino de herradura, le cayeron encima, les cayeron a él y dos más que avanzaban en sus caballos, y mientras el tercero, que venía atrás, escapó, «El Pájaro» y su compañero de al lado fueron bajados de sus bestias a punta de machetazos, hasta dejarlos completamente desfigurados, irreconocibles.

Era el fin de «El Pájaro», cuando apenas tenía 28 años, a mediados de 1954. ^

Aquella noche, tan pronto se conoció la noticia, la familia del difunto se reunió en la casa del tío Hernando, para acusar a los liberales del cruel asesinato, y juraron venganza, haciendo disparos al aire. Su hermano menor estaba dispuesto a continuar el camino trazado, pero una amenaza escrita, echada por debajo de la puerta, le hizo desistir de tal propósito: correría idéntica suerte a la de «El Pájaro» en menos tiempo de lo que canta un gallo.

Fue así como sus padres pudieron morir tranquilos, de viejos, con la imagen de un hogar decente, respetable, del que todos sus familiares se enorgullecen a pesar de todo. A pesar de la oveja negra, que nunca falta en las mejores familias.

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