EL PRIMER CARRO

ENTRE LINEAS Por: Julio Giraldo Alzate ¡NO EUDOXIA, NO!

Varios hombres, unos cuantos bueyes y un camino largo lleno de obstáculos por recorrer, constituían los ingredientes para la gigantesca empresa de llevar a Marsella el diabólico emblema de la civilización, el automóvil.

Andando por el camino viejo, con la esperanza a flor de coronar el Alto de Valencia, sería la primera jornada. Camino estrecho y empinado, rodeado de exuberante vegetación, cuya humedad exhalada por entre los tupidos arboles, penetraba fría y punitivamente los intersticios, aguerriendo hombres y animales a devorar el camino.

Paso a paso, entre chiste y maldición se fue logrando; la siguiente jornada era descender hacia el pueblo, cuya vista en lontananza se tenía al frente, haciendo entonces menos penoso el resto de camino. La emoción de este puñado de seres por compartir con sus coterráneos el nuevo jalón del hombre, dentro de sus imperecedera ambición científica, hacia olvidar las características atenazadoras del viaje.

Sus corazones palpitaban y su imaginación revoloteaba en torno a la actitud de sus gentes ante la presencia de aparato nunca soñado. La mayor preocupación de Pedro Quintero, el feliz hombre que iría a conducir orgullosamente el vehículo por las polvorientas calles de su pueblo, era sin lugar a dudas echar a andar el aparato; y era muy valedera su actitud, pues de nada serviría llevarlo y no poder demostrar que en verdad andaba ,en presencia de hombres escépticos y despavoridos por su prístina aversión frente a lo nuevo.

Jesús Noreña, propietario del carro, se consideraba el hombre más importante de esta incursión; persona poseedora de grandes propiedades, pero que ante esta nueva y singular pertencia se sentía diferente a los demás propietarios de sus pueblo.

Eran las tres de la tarde; un sol cansino caía oblicuamente sobre el pueblo que se encontraba solitario y un pequeño viento levantaba torbellinos de polvo, formando un manto espeso con un cierto aire de expectación. Estos hombre exhaustos por el viaje apenas lograban restañar sus látigos y barbotar algunas palabras ; a causa de su impaciencia febril por concluir esta travesía, ignoraban el inmediato rompimiento del sopor de muchos años, mantenido por una vida rectilínea y simple de todos los moradores del pueblo.

Los bueyes derrengados por el cansancio, lentamente fueron haciendo su entrada a la plaza, el fuerte gañir de los perros hicieron que las tribunas se agolparan y los portones se hicieran estrechos, la multitud se hizo presente, sin embargo un silencio escrutador reinó en las personas ya dedicadas a escudriñar por todos los lados el diabólico aparato.

Ante el primer estartazo dado por Pedro a su carro, para iniciar su demostración, corrieron atemorizados los espectadores; no obstante el ruido inocuo producido por el motor, decidieron ubicarse a una prudente distancia para observar pasmosamente la alegría y el maniobrar de Pedro.

Lo vieron andar, pero aun seguían extrañados; se hicieron conjeturas referente a su funcionamiento; algunos eran de la opinión de que tal vez el diablo metido entre esa chatarra lo haría andar. Ya un poco familiarizados con el aparato, comenzó el fructífero negocio que se había entretejido en el viaje, una vuelta a la plaza por cinco centavos, no importaba que el diablo estuviera metido allí, de todas maneras había que experimentar y así la alegría cundió y las colas y contusos no fue obstáculo para ello.

La tarde llegó y el carro había que guardarlo; fue entonces cuando Jesús Noreña decidió arrimar el carro a su casa; era la hora acostumbrada de llegar, después de recorrer en su caballo las propiedades cuando su esposa Eudoxia salía a recibirlo con su buena taza de chicha y aguamiel. Y así fue, bajó su esposa con taza y palangana y con su imperturbable y cotidiana actitud, dio chicha a Jesús y colocó al pie del capó del carro su aguamiel; y Jesús con alegre sorpresa díjole, no Eudoxia, no! Eso no tomar aguamiel, eso tragar mucha cholina!.

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