EL VELORIO


Célimo Zuluaga

La llamada con el «cacho» indica que ya ha muerto el compadre Segismun­do o Mundo, como era llamado familiarmente. Mundo había cogido un «tabardillo” y de nada le valieron las lavativas de Zumo de cañaguate aunque las de “batido” de cañafístula le habían aprovechado unos pocos días. Los vecinos muy descontentos por no haber llamado a Petronila reputada como la mejor yerbatera de la vereda, la cual “bajo cuerda” había recetado a varios médicos y se decía que le habían “robado” varias fórmulas. Se habían atenido a Josecito que no curaba una jarretera dándosela afeitada encimándole el jabón de tierra. Era claro  que Josecito car­gaba en el enorme carriel de nutria toda clase de yerbas aromáticas, el colmillo del morrocoy, la pata de venado y el “gueso” de cu­sumbo para darlo raspado, pero esto solo servía para enyerbar, hacer querer y que una mujer siguiera a uno a todas partes. Pero eso es hechicería y en este caso se trataba de una enfermedad en la ‘caja del cuerpo’, o mejor, un calor alto que se le había subido a la cabeza. Pero ya no había remedio y era necesario proce­der a organizar el velorio en el cual debían estar los vecinos pues Mundoera querido de todos. Un hombre que había estado en la guerra de los mil días, en las guerrillas del Tolima y que se conocía casi todos los pueblos no podía dejarse así, no más, sin un ve­lorio bueno y un entierro mejor. Lo primero que se hizo fue llamar al Ñato que era muy desalmado para que le  diera el baño de hojas de naranjo agrio, le pusiera el pantalón negro que Mundo usaba cada mes que salía al pueblo, la camisa de pechera que en ese momento la estaban aplanchando “en crudo” y sobre to­do los zapatos amarillos que en este momento ofreció regalados al mayordomo. Era cierto que no estaban em­bolados pero era suficiente limpiarlos con un pedazo de naranja y sacarles brillo. Como en esos momentos llegaba el maestro Juancho que era muy buen carpin­tero pues era el que armaba las casas y fabricaba los baúles “endientados” y como medida preventiva ha­bía traído el martillo y el serrucho. Se dedicó a fa­bricar el “ataúd” con unas tablas de písamo que te­nían guardadas en el zarzo. Un muchacho ensilló el caballo y sin perder tiempo se fue al pueblo a com­prar la tela negra y los estoperoles de cobre para forrarlo, y la orden de lla­mar al fondero, de regreso, para que mandara unas botellas de aguardiente y dos paquetes de tabacos para atender durante el velorio pues ya empezaba a llegar mucha gente al trasnocho. La hija mayor se puso a sancochar maíz para las arepas de la cena y a calentar el agua para pelar la gallina que ya es­taba amarrada a una de las patas del fogón.

Ya había sido colocado Mundo en la tarima, en el centro de la sala y allí    permanecería hasta el amane­cer que fuera colocado en el ataúd. El cadáver estaba vestido decentemente tal como debía aparecer en el juicio final La tarima estaba rodeada de cuatro candelabros formados de hor­quetas de palo de yuca y en sus extremos colocadas las velas de esperma en naranjas que servían de «candeleros. Sobre su pecho, abrazado tenía un pequeño crucifijo. Para ce­rrarle la boca hubo necesidad de amarrarle un pa­ñuelo semejante que se usaba para sostener el emplasto cuando se sufría el dolor de muelas.

Solo faltaba hacer el “túmulo” y para ello se recogieron varias mantillas ne­gras, “sencillas”, pues las de “blonda” no eran adecuadas, las cuales pendientes de una viga servirían de fondo para colocar la imagen de la Virgen del Per­petuo Socorro, San Expe­dito y el Señor de los Milagros “bugueño” que eran las imágenes más venera­das. San Martin de Porres que es tan apropiado en estos casos, no era conoci­do aún.

Y empiezan a llegar los del velorio. Unos sostenían que esa noche había que empezar la novena de las Ánimas y otros que eso se­ría al día siguiente. Esta diferencia la resolvió salomónicamente Petronila, como perita que había sido como cocinera en la ca­sa cural durante unos me­ses y actualmente tenía el honroso cargo de atender al señor cura durante las misiones de vereda. Ante tamaña autoridad, nadie pudo discutir y ella dispuso que esa noche solo padrenuestros y responsos que ella relataría en “latín” pues se los sabía con muy lige­ras equivocaciones que afortunadamente no se notaban.

Al fin, la noche pasó tranquila pues aunque los hombres se emborracharon bastante pasaron entretenidos bailando en el corredor ya que como se dijo la sala estaba ocupada por el cadá­ver y el cuarto se reservó para acostar a los más bo­rrachos y a los «chiquitos». No faltó aguardiente, cena, cada rato tinto y en fin, se hizo lo posible para que es­tuvieran bien. Muy al amanecer se trajeron dos gua­duas para amarrar él ataúd, hacer la parihuela y dejar­lo listo pues así se lleva­ría en hombros por los «tragadales» que había que cruzar en el largo camino pa­ra llegar al pueblo. La mayor parte se fueron para sus casas vecinas a cambiar de ropa y regresar pronto pa­ra empezar el desfile por la cuesta arriba. Los que que­daban en casa salieron a despedirlos del patio todos muy resignados pues en ese tiempo no se usaban los “desmayos”.

Al llegar al pueblo pidieron posada en la casa de la comadre Encarnación y allí velaron el cuerpo hasta que viniera el Padre acompa­ñado de un acólito. En la esquina se hizo la primera «posa». El ataúd era sostenido por tres sábanas que llevaban los cargueros en­vueltas en la mano. Cuan­do paraban lo colocaban sobre dos taburetes mientras el sacerdote le rezaba un responso y le rociaba un poco de agua bendita. Las exequias duraron poco, pues el entierro era de ca­ridad y sobre todo los en­tierros muy ceremoniosos, decían ellos, solo era para los ricos que si tienen cuentas tan enredadas para arreglar con San Pedro. Pero Mundo qué problemas iba a tener cuando casi no salía al pueblo, hacía los primeros viernes y ni siquie­ra hablaba mal de nadie. Es cierto que de joven había sido tremendo pero ya se había arrepentido y el Pa­dre los había tranquilizado diciéndoles que era cierto no se había confesado en la última hora por dificultades para él ir, por el invierno, pero que con un acto de arrepentimiento sería suficiente y no se ha visto el caso de un hombre, por malo que sea, no se arrepienta cuando se va a morir, aunque muchas veces puede ser acto de  “atrición” debido al miedo cosa muy natural porque cualquiera se asusta.

Fue enterrado en tierra pues el dinero que se podía gastar en una bóveda sería mejor pagarlo en las «gregorianas» y de esa manera asegurarle una eter­nidad mejor ya que el cuerpo sería «pasto de los gu­sanos». Cada cual quería echarle su palada de tie­rra porque esto es de buen agüero. Todos regresaron borrachos a la finca para empezar la novena que se­ría «encorada» por Petro­nila.

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