GUACAS Y ENTIERROS

GUACAS Y ENTIERROS, ENTRE LA REALIDAD Y LA SUPERSTICIÓN

Por : Diego Franco Valencia

Hacia mediados de los siglos diecinue­ve y veinte, la guaquería llegó a convertirse en una actividad alternativa para encontrar riquezas enterradas en nuestros suelos por los antepasados indígenas, en una práctica que se volvió cultural, especialmente en los territorios de la región Andina.

Una guaca o huaca no es más que un depósito elaborado en el subsuelo terrestre, a manera de caverna, bien sea construido intencionalmente por los indígenas para guardar sus tesoros más valiosos, sus obras de orfebrerías más significativas (vasijas de barro) o como depósito de alimentos no procesados. En especial motivo, las construían para sepultar a sus muertos, cuyos cadáveres eran acompañados por piedras preciosas, prendas elaboradas con oro o alimentos procesados, con la idea de que pudieran sostenerse y disfrutar de ese «largo viaje hacia la eternidad» que, a partir de la muerte física debían emprender sus almas hasta reunirse con los dioses reguladores de la vida y del «más allá». Este es el «misterio» que comparten muchas culturas de aquí y de otros mundos y que fundamentan, en gran manera, la religiosi­dad.

 Así que la «profesión» de guaquero llegó a ilusionar a muchos buscadores de fortuna, ya que ese proceso de «golpear» la tierra con la agricultura y la minería no ha sido muy promisorio para salir de la pobreza. El ser humano, así no lo manifieste permanente­mente, siempre sueña con tener un futuro holgado y la acumulación de la riqueza predomina en su quehacer económico, con el propósito de mejorar su nivel de vida. Esa es la razón de ser del Capitalismo. Situación que le enaltece como persona y le lleva a obtener las comodidades que dignifican su existencia. «Sueños de ayer y realidades de hoy», me decía alguna vez, hace años, un viejo guaquero que conocí, de niño, en la vereda las Tazas, mientras regaba en el piso una cantidad de «perinolas» y muñecos elaborados por los escasos indígenas que habitaron estas regiones. Más tarde me enteré que estas «perinolas» de barro, pequeños discos de barro asados, con figuras típicas indígenas, no eran más que la base de los husos de hilar algodón y lana que usaron para tejer sus morrales o jicaras y hasta algunas prendas de vestir.

De otro lado estaban «los entierros». Estos sí más jugosos y significativos para los buscadores de tesoros. El entierro lo configuraba una persona pudiente que, por cicatería o tacañería, prefería ocultar su fortuna para gastarla «más tarde», en lugar de disfrutar las comodidades y placeres que la cotidianidad le brindaba. El avaro enterraba su fortuna, preferiblemente en su vivienda o en un lugar cercano a ella. Un pequeño bosque, un árbol especial escogido en el potrero de su finca o un sitio guardado celosamente en el enchinado de las paredes de su habitación o en el entrepiso, eran sitios predilectos para guardar tesoros. Entierros famosos se cuentan en nuestra historia «oculta» de provincia. El codicioso «ahorrador» rezaba oraciones al diablo para que se lo cuidara y, en la mayoría de los casos, se marchaba de este mundo sin disfrutarla, dejándola para goce algún descendiente, del constructor, guaquero o inquilino «de buenas» que se topara acciden­talmente con el bien guardado. Así se hicieron afortunados algunos comerciantes y parroquianos de los siglos aquellos. Aún deben existir guacas y entierros ocultos, a la espera de que se rompa el hechizo y entren a circular sus fortunas en los mercados actuales. Volviendo al cuento del guaquero, reafirma­mos que su vida, en la mayoría de los casos, estuvo marcada por actos de misterio, brujería y superstición. Por ejemplo, aseguraban que cuando se buscaba la guaca había que ir confesados y en paz con Dios. Ojalá llevando en el carriel un ramo bendito, una camándula o un cirio bendecido, preferiblemente por el Obispo. No se podía hacer acompañar por mujeres porque el tesoro se escondía y la búsqueda de la tal guaca o entierro era un fracaso. La razón, dizque porque éstas son portadoras de la envidia y la incredulidad. Un crucifijo era la mejor arma para los guaqueros por si empezaba a oler a azufre en la excava­ción, ya que era síntoma de que por ahí andaba el diablo o el alma del indígena o del rico avariento, enterrador de las monedas que, generalmente, eran «libras esterlinas», denominadas «morrocotas». Esta moneda inglesa elaborada en oro circuló en este país cuando los ingleses vinieron a explotar las minas de metales y piedras preciosas de la hoy región cafetera y de los altiplanos cundiboyacense y nariñense.

Aseguraban aquellos personajes que las guacas y los entierros alumbraban y emitían destellos de luz fría, especialmente en las noches del jueves o el viernes santos. La hora de medianoche era ideal para pescar la guaca y el entierro, se marcaba el punto y luego, de día, se hacía la excavación. De noche no, porque los demonios y las almas en penas acechaban.

Don Julio César Villada (padre), Argemiro Villada y los hermanos Carvajal fueron guaqueros, entre otros, que nos contaron historias de esta actividad ya casi extinguida. Por infortunio y desventura, no dejaron alguna evidencia escrita de unas aventuras que tuvieron mucho de realidad y de misterio y que pertenecieron a un tiempo quimérico y fantástico.

Contador de visitas
Live visitors
133
801753
Total Visitors