Jorge Emilio Sierra Montoya
HISTORIAS Y LEYENDAS DE MARSELLA, LA BELLA: ADELA
Adela fue una de las cuatro hijas de Vicente López Ocampo, mi bisabuelo materno. Su trágica historia sólo se hizo pública con el paso del tiempo, muchos años después de su muerte, la cual terminó exaltando, de nuevo, una vida santa, a pesar de todo. Aquí la contamos.
(Ilustración: Foto de Emilio Rojas Herrera)
LA TÍA ABUELA QUE MURIÓ EN OLOR DE SANTIDAD
A Adela, mi tía Adela, una de las cuatro hijas de Vicente López Ocampo, la conocí en su vejez, siempre junto a sus otras dos hermanas: Aurora y Rosana, pero lejos, muy lejos, de mi abuela Clara Isabel, su hermana menor, separadas, seguramente, por rencillas familiares que nunca se hicieron públicas en la familia y, con mayor razón, fuera de ella.
De ella conservo todavía, en su avanzada vejez, la imagen delgada, de cabello cano, en un rostro pálido, cadavérico; delgada, hasta casi desaparecer, y una ternura infinita hacia nosotros, sus pequeños sobrinos, apenas comprensible -me dije durante mucho tiempo- por ser solterona, sin hijos, y una ferviente cristiana, célebre como tal en Marsella.
Esta última imagen, sin embargo, pudo haberse formado más bien por su cercanía a Genovevita Álvarez, “La santa del pueblo”, en cuyo almacén de la Plaza de Bolívar, situado en los bajos de su casa (la de los Issa Álvarez -Ver foto-, siempre trabajó en estrecha amistad con su dueña, dados los comunes sentimientos religiosos y la alta posición social de ambas mujeres.
Pero, decir que siempre trabajó allí no es correcto. Lo hizo -aclaro- en sus últimos años, cuando yo solía encontrarla a la salida de la escuela, siempre, eso sí, detrás del mostrador, con esa mirada triste que tienen los ancianos, sonriendo tan pronto me veía aparecer en una de las puertas del amplio almacén lleno de telas en los estantes y de escapularios, medallas sagradas, camándulas y novenas en las vitrinas, esperando con ansiedad que fuera a saludarla con un beso, como era costumbre con los parientes más cercanos, especialmente los de mayor edad.
En una de las paredes –recuerdo-, un pequeño cuadro mostraba a un moribundo que parecía debatirse, en su agonía, entre ángeles y demonios, ante la posibilidad obvia de irse al infierno, imagen que de veras reflejaba la religiosidad de ambas viejas, pero también me causaba profundo temor, físico miedo, a veces extensivo a mi tía Adela, cuya figura, por momentos, yo veía espectral, como de bruja. Esta impresión, por fortuna, desaparecía ante el cariño que le tenía, tanto como a sus otras hermanas: Aurora y Rosana, víctimas igualmente de la miseria.
Y es que terminaron en la miseria. ¿Qué pasó? Aún no lo sé. Cabe imaginar que, siendo solteras todas ellas (con excepción de Clara Isabel, mi abuela), a la muerte de Papito Vicente, con la única fortuna de su finca en El Rayo, no supieron cómo administrarla, cómo atender los cultivos de café, cómo evitar que sus trabajadores les robaran la mayor parte de su cosecha, y, al carecer de otros ingresos, fueron gastándose lo poco que tenían, hasta quedar en la ruina.
Así llegaron a la vejez, cuando las conocí en mi ya lejana infancia.
Los dos hermanos:
Eso era lo único que sabía de Adela. Con el paso del tiempo, fui descubriendo otros hechos que habrían de sorprenderme en exceso. Como el de enterarme que los hijos de Papito Vicente y Dolores Rodas no eran sólo mujeres, las cuatro ya mencionadas; que éstas, por consiguiente, tuvieron hermanos (dos, por más señas), y que sus nombres fueron Antonio José y Alfonso, de quienes Dios sabrá si terminaron apoderándose de la fortuna paterna, en perjuicio de las pobres solteronas.
En cuanto al primero, como que tuvo varios hijos, uno de los cuales fue favorecido, a su vez, con la riqueza del papá cuando él murió, asesinado en Tuluá, a escasos metros de su casa, por una pandilla de malhechores.
“Lo mataron por robarle la plata”, aseguraba mi tío Fernando (hermano de mi madre), cuyo éxito con las mujeres era atribuido al parecido físico con Toño.
Alfonso, por su lado, tiene una historia singular, de antología: estando casado (con una señora Vallejo, precisan mis fuentes), fue víctima del terrible vicio de la morfina, el cual lo llevó a un estado tan lamentable que su esposa, a quien tanto quería, no pudo soportarlo. “Se murió de pena moral”, al decir del lenguaje popular.
Durante el entierro, Alfonso juró dejar el vicio. Viajó a los Llanos Orientales; se sometió a un intenso tratamiento con yerbas medicinales, sacados de la espesura de la selva amazónica, y, a pesar de una espantosa crisis que le obligaba a golpearse la cabeza contra los árboles, logró curarse.
Nunca volvió al pueblo; terminó en la docencia, como maestro de escuela, y, luego de dirigir varios centros educativos, fundó uno en Bogotá, al frente del cual lo cogió la parca, la misma de la que había escapado cuando era morfinómano y se internó en la selva.
Una historia fascinante, no hay duda. Sólo que la mejor de todas, muy superior a esa, estaba guardada en el recuerdo de los mayores, de los más ancianos, y particularmente de los López, una familia que, con el paso de los años, recuperaría el prestigioso social de sus orígenes, trascendiendo incluso las fronteras locales, a través de Carlos Arturo López Ángel, un descendiente directo de Nicasio y Beatriz López, quien llegó a ser gobernador de Risaralda.
Matrimonio y separación:
Pero, volvamos a la historia fascinante de Adela, calificativo que no es, ni mucho menos, exagerado, porque ella, solterona y rezandera, fiel colaboradora de Genovevita Álvarez y quien nunca dejaba de comulgar en la misa de las seis de la tarde, ¡era viuda!
Ni siquiera viuda, en sentido estricto. Podía serlo, claro. Pero, lo más probable es que no, pues su marido, con quien recibiera el sagrado mandamiento del matrimonio -“Hasta que la muerte los separe”-, la abandonó poco después del casorio, sin importarle sus ruegos desesperados, inconsolables.
Todo indica que no había amor de por medio, al menos por parte del marido, un joven campesino, peón de finca, que creyó ganarse el cielo o, mejor, una cuantiosa fortuna, al casarse con la vieja solterona, hija de Papito Vicente, y entrar así, por la puerta grande, a formar parte de la familia López, que gozaba de tanto prestigio en el pequeño municipio caldense.
Su único interés era económico y social, al parecer. Y cuando vio, para colmo de males, que a falta de plata ella se dedicaba, en las noches, a rezar y rezar, hasta llegar a pelársele las rodillas frente a una imagen iluminada del Sagrado Corazón de Jesús, prefirió tomar las de Villadiego, indiferente a los gritos de Adela para que regresara.
Gritos que le venían desde lo más profundo de sus entrañas, como será fácil deducir del final de esta historia.
Amparito de la Cruz:
Para decirlo sin rodeos, Adela estaba embarazada en aquel entonces, cuando tenía alrededor de cuarenta años. Su esposo, que apenas bordeaba los veinte, no lo supo. Y si lo sabía, esa sería una razón más para dejarla.
Por desgracia, la peor tragedia estaba por venir. Y llegó, minutos después de dar a la luz: la pequeña criatura, que apenas alcanzó a sonreírle a su madre, se le murió en sus brazos mientras la arrullaba, tras un parto doloroso, difícil, al que se atribuyó el fatal desenlace.
La niña fue bautizada, in articulo mortis, con el bello nombre de Amparito de la Cruz, quien ni siquiera alcanzó a estrenarse los vestidos de lana tejidos por Adela, su mamá, y que a la muerte de ésta, pasados los ochenta años de edad, estaban guardados, como nuevos, en un escaparate, confundidos con las batas largas, hasta los tobillos, de la anciana vendedora de telas en el amplio almacén de Genovevita Álvarez, en la Plaza de Bolívar.
Fue la única herencia que dejó la tía Adela, prueba cabal de su pobreza absoluta.