HISTORIAS Y LEYENDAS DE PUEBLO

HISTORIAS Y LEYENDAS DE MI PUEBLO
Jorge Emilio Sierra Montoya
De mi historia anterior sobre la casa enseguida del Colegio de las monjas, pasemos ahora al siguiente trasteo, hacia “La casa de doña Ester” (Ester Arango, abuela de los Mejía Gutiérrez), situada ya no detrás de la iglesia -como “La del cura”, adonde llegamos cuando volvimos a Marsella- sino a un lado, por la calle donde termina La casa cural, nuestra nueva vecina. Hagamos, pues, el recorrido…
SUBIENDO A LA PLAZA DE BOLÍVAR:
(1963)
Al abandonar la casa, pasamos por la tienda de Adán Hoyos, subiendo la falda, adonde todavía llegaban recuas de mulas cargadas de alimentos, como si el tiempo de los arrieros y la colonización paisa no hubiera terminado.
El camión del trasteo se detuvo en lo alto de la loma, frente a la tienda de don Arturo López Villa, la misma que permaneció cerrada o casi vacía durante los oscuros años de la violencia (nadie sabía por qué), mientras su dueño, con paso menudito, daba más y más vueltas por el pueblo, sin detenerse.
Luego se abrió, a la vista de todos, la Plaza de Bolívar, lugar de reunión social por excelencia, naturalmente alrededor de la iglesia y en el centro del parque, donde se levantaban la estatua de Simón Bolívar, El Libertador, y la placa en honor a los fundadores del municipio, cuyos descendientes estaban comenzando a emigrar hacia ciudades como Pereira, que fue el caso de mi familia paterna, Sierra Caro; sólo algunos, los más pobres por lo general, seguían acá o incluso retornaban después de irse, que era el caso nuestro.
UN MIRADOR DE FANTASÍA:
Y otra vez, como cuando regresamos al pueblo, el camión cruzó frente a las casas de las Villa y Aníbal Henao, por el almacén de Genovevita y el caserón de los Issa Álvarez, hasta llegar a la esquina, arriba de Hoyo Frío, por la vivienda de Jesús Sierra y Hermilda Caro, casa considerada por muchos como la más hermosa del pueblo -Ver plumilla de Julio Villada- al ser representativa de la arquitectura propia de la colonización antioqueña.
A esa típica casona mis hermanos y yo solíamos visitarla, como si fuese nuestra. Y lo era por ser también de la familia y, en especial, por Mildita, quien siempre nos recibía con alborozo, invitaba a entrar -“Para saborear, muchachos, un delicioso dulce de brevas”- y permitía, como si fuéramos sus nietos, que paseáramos a nuestro antojo por el patio y el corredor que lo envolvía, así como por las habitaciones y el corredor de atrás, enseguida de la cocina, donde se abre una vista excepcional, única, que los visitantes nunca se perdían.
Éste es, sin duda, otro envidiable mirador de Marsella, en lo alto del parque principal, con la carretera hacia Pereira extendida a sus pies, alejándose entonces como una serpiente empedrada (pues su pavimentación vendría después).
DE EL PRADO A EL TABLAZO:
Abajo, a la izquierda de la vía, estaba la finca El Prado de Germán Mejía y Chilita Uribe, donde mamá nos llevaba, en ruidosa caminata, durante los paseos de familia.
A la derecha, prolongando la calle que se convertía a poco andar en camino de tierra, estaba Alto Cielo, barrio donde reinaban tanto la pobreza como la inseguridad al decir de los mayores para que los niños no fuéramos hasta allá.
Y más lejos, en el área rural, la finca El Lago, de Evelio Ángel, otrora el centro de operaciones de la compañía minera que vino de Inglaterra, junto a la finca El Tablazo, de Nicasio López y su esposa Beatriz, pero también de su hijo Leonidas, el poeta romántico que se ahogó en las aguas turbulentas del Cauca (de quien, por cierto, venimos conmemorando este año el centenario de su muerte en agosto de 1921).
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