Insignes de Marsella en la calle del morro

Insignes de Marsella en la Calle del Morro

POR GUILLEGALOPUBLICADO ENDICIEMBRE 6, 2020

Tomado de Grano Rojo de Guillermo Gamba López

Las damas de la vida descarriada en la Calle del Morro compartieron felices noches en un ambiente culto con una barahúnda de maestros bohemios iluminados.

Tomás Issa llegó a una cantina del El Morro, lugar pecaminoso de Marsella según el sermón de Monseñor Estrada. En una casa cuya entrada iluminaba un farolito rojo estaba su alumno Octavio Piedrahita, al instante se escondió bajo una tarima, conoció la elegancia de altura de su maestro, esa fragancia vetiver lo anunciaba; él también transitaba a la perdición entre la neblina de la medianoche en el último viernes de cuaresma y lo vió camuflado con una ruana con cuello de capa de Drácula; a esa hora, los hombres pecadores de Marsella asistían al sermón de Monseñor, les incitaba al arrepentimiento y una comunión devota y juicio en la Semana Santa.

El alumno lo vio apretujado con ardor a la Mona Crespos y trémulo tanteaba su monte de Venus, protegido tras una cortina de sedas rojas en el prostíbulo de Amelia. Salió a la madrugada.

Echó el chisme y se habló mucho: – Quebrantaba la vigilia que ordena la Santa Madre Iglesia Católica Apostólica y Romana. – ¿Saben las andanzas de Don Tomás? – Ese rumor tan caliente aplacó a la comunidad académica, -Hola mija, don Tomás no es el varón de sexo raro que dicen los envidiosos y las viejas a quien no determina-.

Los ritos y procesiones de aquellos días se ambientaron con incienso, junto al coro eclesial del maestro Germán López había un cuchicheo mayor sobre las andanzas de Tomás, risas maliciosas que aún resuenan entre ruidos de matraca cuando se anuncian los ritos anuales del viernes santo en Marsella.

Al Morro también llegó meses después el maestro Fabio Girado con Tomás. Mi madre cuenta que de niño él deseaba ser marinero de océanos con olas de siete colores y la vida de aventuras de los relatos de Emilio Salgari, pero su destino fue trastocado con un pálpito de Genoveva Álvarez. Ella en unos de sus ensueños de santidad, lo distinguió entre una multitud de prelados cubierto con un solideo papal, la casulla protocolaria de obispo y su anillo pastoral, flotaba en una nube de fragancia ceremonial mientras vibraba tras las columnas de una basílica una rítmica de cantos gregorianos; ella madrugó y no comulgó, aunque era su ritual más importante, visitó a Doña Clotilde Vélez y le ofreció financiar los estudios sacerdotales a su hijo.

Dos semanas y llegó al Seminario Mayor de Manizales donde en pocos meses trastocó la vocación eclesiástica. Pese a su indiferencia entre los clérigos circunspectos de tierra fría, aprendió del dominio de latinajos en lengua antigua de la iglesia romana, la gramática española de Don Andrés Bello y Rufino J Cuervo, los versos de San Juan de la Cruz y se inclinó ante la literatura romance universal.

En la Calle pecadora del Morro apareció don Fabio arrepentido de tanto ceremonial y castidad, un veintitrés de junio, en uso de su vocación real de bohemio, con una nariz de borracho en calzoncillos, amoroso y embriagado en su sapiencia sobre la poesía latinoamericana y la española de la generación de mil novecientos noventa, celebró un ritual de lenguas y palabras con su amante secreta, Mireya la costeña rubia de ojos azules.

En el siguiente mes de abril, mismo Fabio organizó una tertulia con siete mujeres de compañía, ataviadas con ligueros victorianos clásicos; le siguieron para conmemorar el idioma español, les recitó e hizo leer entre copas de aguardiente anisado amarillo, los Veinte Poemas de Amor y una Canción Desesperada de Neruda, la vio venir “desnuda toda vestida de inocencia”, desde un poema de Juan Ramón Jiménez y les prometió “los siempres con almas y con bocas, rodando como el mar de ola en ola”, con otros versos de Pedro Salinas; le dio a la Mireya unas palabras que tomó de las cartas de Bolívar a la Manuelita, le miró con ojos compungidos y la comparó con Gabriela Mistral, porque “es el mundo desamparo y la carne triste va, pero yo, la que te mece ¡yo no tengo soledad!” y porque todas ellas eran sus colegas en la cátedra de la vida, aunque fuese en otras prácticas más milenarias: la profesión más antigua del mundo, la más infeliz…, ¡pero la más necesaria!.

Remataron aquella noche sublimadas de ebriedad y concupiscencia con párrafos de “Justine” del Marqués de Sade. Las declaró matronas frustradas de los desencantos de las pasiones y entre un relámpago de lucidez etílica suprema, hizo silenciar la música y juró ante toda la concurrencia de la cantina de Alicia la Pecosa, ahorcar con soga de fique, entre postes aledaños a pencas de sábila, los hábitos de las formalidades académicas; además prometió ahogar en una copa de licor los principios sacrosantos del partido conservador.

Lo cumplió el 15 de julio, inauguró con una cuadrilla de cofrades la celebración del aniversario del municipio, fue un coloquio sobre el papel del rezo cristiano entre las mujeres labriegas y su relación con sus despechos descendientes de tradiciones judeocristianas y migraciones españolas y su influjo en la música de carrilera; se efectuó en una carpa de lona anaranjada y desteñida por los soles de las expediciones de pesca al Magdalena Medio, iluminada con antorchas activadas con aceite de higuerilla, embellecida con heliconias colgantes, junto a la cantina de Trinidad Salcedo “La Bramante”.

Desde las escalinatas de la torre de la iglesia Monseñor José María Estrada, con su bilis revuelta, observaba una luna llena y pecaminosa en un cielo estrellado, brillaba en la distancia la lona emergente al final de la Calle del Morro, allá donde está un pastizal que se ilumina junto al bosque, hasta ese punto destinó Monseñor Estrada sus maldiciones y dicen malas y buenas lenguas que meses después se incendió una parranda mayor activada por conjuros contrarios al mandato del sacerdote.

A otros actos, durante semanas consecutivas, asistieron el poeta Luís Carlos González y su amigo compositor Enrique Figueroa, acompañados de treinta bambuqueros pereiranos del bar El Páramo y siete reputadas mujeres de la vida libertina de la cuarenta, ocho parejas de bailarines de tango traídos de Manizales y Medellín, tres delegados de la tertulia Tango Vía de Cali, una cuadrilla de maromeros de un circo mexicano cuyo camión principal se quedó durante tres semanas varado entre Chinchiná y Santa Rosa de Cabal, un conjunto de titiriteros chilenos, un declamador que olvidaba y trastocaba los versos e improvisaba trovas de arriería y tres artistas irreverentes con sus valijas llenas de pinceles y materiales que pintaron el telón del escenario y dejaron testimonio en sus lienzos con las evocaciones surrealistas de varias escenas de la algarabía displicente y las malquerencias en los bares de mala muerte.

Guillermo Gamba López

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