Como lo había prometido, seguimos ahora en la casa de doña Ester Arango, abuela de los Mejía Gutiérrez, una de las familias marsellesas que más se destacó en Manizales durante las últimas décadas.
Y como este 22 de junio nuestra madre, Mary Montoya López, cumpliría 98 años de edad, a ella está dedicada la historia de hoy, igual que todas las demás del capítulo sobre Marsella -Ver foto- en mi libro autobiográfico “Una vida en olor de imprenta” (Amazon, 2020)…
LA CASA DE DOÑA ESTER
Esta casa era bella, mucho más que cualquiera de las que antes habíamos tenido en arriendo. Por una calle plana, que en cierta forma se prolongaba hasta la siguiente, detrás de la Iglesia, donde estaban las casitas “del cura” que nos traían tantos recuerdos. Allí, por tanto, podríamos volver a jugar fútbol, bandera, chucha y gallina ciega, mientras nuestras amiguitas pasarían el tiempo libre coreando: “Pase el rey que ha de pasar, la hija del conde se ha de quedar”, saltando rayuela o jugando, en la acera, pijaraña, con los brazos extendidos.
“Pijaraña, jugaremos a la araña. ¿Con cuál mano? Con la cortada. ¿Quién la cortó? La cortó el hacha. ¿Dónde está el hacha?…”, repetían.
ESQUELETO DE MEDIANOCHE:
Era una casa amplia, de dos plantas, con balcones en las ventanas del segundo piso; por ser tan grande, doña Ester, la propietaria, la dividió en dos viviendas idénticas, separadas en la mitad del largo corredor por una alta pared de madera, y de ese modo la renta se le multiplicó por cuatro, dos arriba y dos abajo, que le permitieron vivir sus últimos días con decoro.
Nosotros, pues, ocupamos una de las dos casas de arriba, con un pequeño apartamento en los bajos que permanecía ocupado por dos profesores del Instituto Estrada, y al frente, en la otra (casi idéntica a la nuestra), residían dos familias, una de las cuales era la de Nelson Hidalgo, también profesor, y su esposa Oliva, provenientes de Ecuador, hecho que sorprendía bastante porque a Marsella nunca llegaban extranjeros y porque el único acento que se oía desde su lejana fundación era paisa, no el muy suave de los ecuatorianos y pastusos, del sur del país.
Al entrar había un zagúan, infaltable en tales construcciones típicas de la colonización antioqueña, que antes de caer al patio se desviaba a la derecha, con escalas que subían en zig zag hasta el piso superior, hasta el corredor que por un lado llegaba a la cocina, situada frente a uno de los muros laterales de la iglesia, mientras al otro lado, en forma de L, se iba por las habitaciones de mamá y sus cinco hijos, la sala de muebles verdes con paticas cortas, y la pieza de Lucía y Chavita, quienes se dieron el lujo de estrenar camas gemelas, en las cuales sufrieron la horrible pesadilla de ver a medianoche un esqueleto, colgado del escaparate.
LA MONEDITA QUE RODABA:
Y es que en esa casa asustaban, según decían los numerosos inquilinos que allí estuvieron, como Norita Bedoya, la hija de doña Emma, quien llegó a sentir cómo rodaba una monedita en las noches por todo el corredor, bajaba por las escalas y desaparecía en el zaguán, donde nadie pudo saber si salía a la calle o iba hacia el patio, el extenso patio de tierra con su lavadero de ropa hecho en cemento -“que vuelve hilachas las camisas”, renegaba mamá- y un árbol de papayuela en el centro, solitario y altivo.
Debajo de la cocina había un sótano o tierrero abandonado, como si acá nada se pudiera construir, a diferencia del resto del piso donde se encontraba un baño gigantesco que llegaba hasta el cuarto de los maestros.
“Aquí tiene que estar el entierro de doña Ester”, aseguraba nuestra madre.
EN BUSCA DEL ENTIERRO:
Mamá no encontró el entierro de doña Ester, pero lo buscó hasta el cansancio, a altas horas de la noche, en completo silencio, sin que los vecinos se dieran cuenta (y cómo iban a saberlo, pues nadie se acercaba a ese lugar, como si no existiera. “Es sólo un tierrero”, pensaban).
Pero, no se dio por vencida con los primeros intentos que hizo, sacando tierra con una pala que había traído de alguna finca; ni con los segundos, ni los terceros, ni tantos más que siguieron durante varias semanas, a escondidas y a oscuras, donde lo único que salía era eso: tierra, como si el codiciado tesoro se hubiera esfumado, hecho polvo, o alguien, que sería lo más probable, se lo hubiera encontrado antes, igualmente como inquilino. Vaya uno a saber lo que habrá pasado.
Lo cierto es que ella se agotó al fin de ser cazatesoros y soñar con hacernos ricos en un abrir y cerrar de ojos, sin mayores esfuerzos. Era una gran decepción, claro. Y un dolor de cabeza. Que no sería el único, ni mucho menos.
Jorge Emilio Sierra Montoya
18Bertha Nubia Arango Velez, Isabel Velez y 16 personas más
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