Jorge Emilio Sierra Montoya
Tras un breve receso, volvemos hoy a los recuerdos de infancia en Marsella, luego de haber contado pasajes significativos de la vida de monseñor Estrada, tal como aparece en mi libro de memorias, publicado en Amazon -Ver portada-.
En ese relato, mi hermano Darío y yo salimos corriendo hacia el almacén de Genovevita Álvarez, donde visitamos a la tía Adela (hermana de nuestra abuela materna, Clara Isabel López), cuyo sombrío pasado revelamos a continuación…
LA TÍA ADELA
En realidad, Darío y yo no entrábamos al almacén por Genovevita, ni sólo para ocultarnos. No. Íbamos por la tía-abuela Adela, cuya triste historia se contaba a hurtadillas en la familia, para guardarla en secreto, al margen de las habladurías del pueblo, donde la mayoría de sus habitantes creía que la anciana era una vieja solterona que moriría virgen por no haber conocido el amor de un hombre y tener vocación de monja -igual que su jefa y amiga- al entregarse, en cuerpo y alma, a Nuestro Señor Jesucristo.
Pero, unos y otros estaban en un error, de punta a punta. Veamos por qué.
MIEDO AL INFIERNO:
Ella parecía feliz, sin penas encima. Nos recibía, a sus dos sobrinos-nietos, con una amplia sonrisa, alegre de vernos; abría sus brazos, para besarnos y recibir también nuestros besos, como si fuéramos sus hijos.
Nosotros en cambio, a pesar del cariño que le teníamos, nunca dejamos de asustarnos un poco por su figura espectral, esquelética, con su palidez de muerto y un frío helado en la cara y las manos, pero sobre todo por el cuadro que colgaba en la pared, a la entrada del almacén, donde se veía a un moribundo debatiéndose entre el bien y el mal, entre el cielo y el infierno, como si Satanás, con su cola y sus cachos, estuviera a punto de llevárselo al fuego eterno, cuyas llamas se elevaban agitadas, listas a devorarlo.
Era una advertencia -pensábamos, temblorosos- sobre lo que podría pasarnos en caso de seguir desobedeciendo a mamá, siempre tan buena, tan inocente y, a veces, tan alcahueta.
EN MEDIO DE LA POBREZA:
Tal sensación era fugaz, pasajera, pues los mimos de Adela bastaban para tranquilizarnos y poderla saludar con entusiasmo, según lo hacíamos al visitar a sus dos hermanas: las tías Aurora y Rosana, también octogenarias, con quienes ella vivía en medio de la pobreza absoluta que las tres padecieron tan pronto perdieron la finca heredada de su padre, Vicente López, de la cual se decía que guardaba el tesoro del Cacique de Nona, buscado con terquedad y de manera infructuosa por él y Nicasio López, de quien era su cuñado.
En consecuencia, al final de sus días no conservaban sino su modesta vivienda a media cuadra del parque, frente al colegio de las monjas, que estuvo a punto de incendiarse cuando una veladora, con la que iluminaban su pequeño altar lleno de santicos sobre una mesa de madera, se fue al suelo, prendió algo que estaba en el piso y en un instante las llamas cubrieron la habitación, el techo y el corredor, deteniéndose en forma milagrosa por la cocina y las escalas, cuando llegaron los bomberos.
Sus rezos hicieron, según decían ellas con devoción y gratitud, que parara el incendio.
AMOR DE RODILLAS:
De Adela, pues, se creía que era solterona. Todo el pueblo lo decía a cuatro vientos. Pero, todos estaban equivocados: ¡Era casada!
A decir verdad, contrajo nupcias a avanzada edad para esa época -¡cerca de los cuarenta!-, nada menos que con un joven campesino, a quien le doblaba sus años y cuyo único interés era quedarse con la plata, por la fama de rica que tenía la familia López y elevar así su estatus social, con los múltiples beneficios que ello genera…
Pero de amor, ¡nada! O, si algo le tenía el muchacho, se esfumó a los pocos meses de casados, sobre todo cuando cada noche la veía de rodillas, en éxtasis, frente a la imagen sagrada del Corazón de Jesús, dándose golpes de pecho, como si hubiera cometido un gravísimo pecado mortal (relacionado, a lo mejor, con su día de bodas, cuando casi es obligada a consumar el pacto matrimonial y perder su virginidad, tan cuidada desde niña).
El marido, en fin, se marchó. Adela le rogaba que no lo hiciera; que debían permanecer unidos -“Hasta que la muerte nos separe”, al decir del cura-, y no dejó siquiera de llamarle, de pedir en sus oraciones que volviera, tan pronto desapareció sin dejar rastro.
Su dolor fue intenso, como si una espada le hubiera atravesado el corazón.
AMPARITO DE LA CRUZ:
El dolor le venía desde lo más profundo de sus entrañas.
Y conste que la expresión hay que tomarla de modo literal, pues en sus propias entrañas estaba la causa última del dolor: una hija venía en camino, gestada durante el poco tiempo en que se entregó a su esposo, y cuando lo supo, cuando ya sin él admitió que estaba en embarazo, se dedicó con amor a esperarla, tejer sus vestidos de lana para recibirla (estaba segura de que no sería niño como afirmaban sus hermanas) y preparar la llegada al mundo de este nuevo hijo de Dios, según sus creencias religiosas.
¡Era feliz, muy feliz, como nunca antes lo había sido!
El parto, sin embargo, fue difícil, tanto que se corría el riesgo de morir ambas, la mamá y la niña. Al final, Adela se salvó, pero su hija falleció poco después de nacer, en sus brazos, y aun así ella decidió, por su cuenta, bautizarla con el nombre que había soñado: Amparito de la Cruz, acaso en tácita alusión a su calvario o, mejor, a sus firmes creencias religiosas.
Por el resto de su vida, Adela conservó los vestidos nuevos, sin estrenar, de la pequeña, guardados en el antiguo escaparate donde ella tenía su ropa, como si en esa forma se mantuvieran unidas, juntas, inseparables, igual que lo serían sus almas más allá de la muerte.
PAZ EN LA DESPEDIDA:
Cuando salimos del almacén de Genovevita, Darío y yo tuvimos una extraña sensación de paz interior, lejos de saber si era por haber estado, aunque fuese por un momento, con “La santa del pueblo” que nos había preparado para la primera comunión, o por el saludo a la tía-abuela que tanto cariño nos daba, o por las numerosas imágenes religiosas, con escapularios, novenas y camándulas expuestos bajo la vitrina transparente, de vidrio, que hacía las veces de mostrador.
Nos despedimos alegres, risueños, para dirigirnos, por lo general, hasta la otra esquina de la plaza, tras cruzar al frente del despacho parroquial y la iglesia, a nuestro segundo hogar: la casa de los abuelos.