Hoy publicamos la segunda parte (faltaría la última) de la historia de Leonidas López -Ver foto-, famoso médico y poeta, de quien el padre Fabo hizo un alto elogio en su «Historia de Manizales»…
LEONIDAS LÓPEZ, EL POETA QUE SE AHOGÓ EN EL CAUCA (Segunda parte)
Jorge Emilio Sierra Montoya
2- La versión oficial sobre su muerte:
Leonidas López tuvo, entonces, la fortuna de nacer en un hogar acomodado, influyente, de prestigio, donde su padre, Nicasio López, ostentaba el título, entre muchos otros, de haber sido primer alcalde del pueblo y uno de los hombres más ricos de la región, virtud que compartía con su esposa, doña Beatriz López, heredera, a su vez, de varias propiedades.
Leonidas, pues, no tenía de qué preocuparse en materia económica. Los únicos asuntos que lo desvelaban, en su temprana juventud, eran los sentimentales, del corazón, al haberse enamorado de una bella damita, cuyo nombre se ocultó, por razones desconocidas, a quienes nos preciamos de llevar la sangre de “los López” en las generaciones posteriores.
Pero, además de niño rico y enamoradizo, Leonidas resultó inteligente. Y su papá, que en asuntos de educación para sus hijos no mostraba la tacañería que era famosa entre sus paisanos, le impuso su santa voluntad de irse a estudiar medicina en el extranjero, exactamente en París. No valieron los ruegos, ni las presiones de sus amigos, ni los consejos de monseñor Estrada.
“¡Te vas! -le dijo-. Cuando regresés, ya sabrás qué hacer con tu vida”.
Al volver, con el flamante título profesional de medicina entre sus pesadas maletas traídas del viejo continente con libros y más libros de versos (al fin y al cabo, resultó poeta en medio de la soledad europea y el dolor insoportable de haber dejado su primer amor), se encontró con la infausta noticia de que ella, la enigmática novia que no registraban las historias familiares, se había casado, a lo mejor cansada de esperarlo, cuando no por la sencilla razón de haberse enamorado de otro.
“El Cauca se lo tragó”:
Leonidas no resistió el golpe. Arrojó lejos, con furia, su anillo de compromiso, y se encerró a escribir poemas decadentes, románticos, en la casa de El Tablazo, donde en ocasiones atendía a sus pacientes cuando el vicio de la morfina en que cayó, al igual que su primo Alfonso, se lo permitía. O cuando no tenía que ir hasta el pueblo, en casos de emergencia.
Una emergencia fue, paradójicamente, la que le costó la vida. Era de noche; caía una lluvia pertinaz, y entre las sombras llegaron a avisarle que su antigua novia estaba a punto de dar a luz en su finca al otro lado del río.
“Usted es el único que puede salvarla”, le advirtieron.
No lo pensó dos veces. Tomó su caballo, partió como alma que lleva el diablo hacia Beltrán, hacia el caudaloso Cauca, y allí, al intentar cruzar el puente, comprobó con angustia que estaba con candado, seguramente por seguridad, para evitar el robo de ganado o los ataques de la chusma.
Gritó hasta el cansancio para que le abrieran. Nadie lo escuchó. Y desesperado por el miedo a perderla, se lanzó a las aguas del río, confiado en que sus condiciones óptimas de nadador le permitirían atravesarlo a pesar de la corriente turbulenta, agitada por la lluvia.
No pudo alcanzar su objetivo. El Cauca se lo tragó, a escasos metros de la finca donde su único amor tendría finalmente ese hijo que él soñó con ser suyo.
“Murió en su ley, como buen poeta romántico”, concluía mi abuelo Felipe.
(Próxima entrega: La versión clandestina, pero verdadera -FIN-
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