LEYENDAS POR EL ALTO DE VALENCIA (Fin)
Jorge Emilio Sierra Montoya
La fiebre del oro en Marsella llegó a atraer incluso a una compañía inglesa, cuyo centro de operaciones fue la actual finca Los Lagos de Guillermo Ángel, donde estaba la laguna encantada…
¡UNA MINA DE ORO DEBAJO DEL PUEBLO!
Nuestros campesinos, con ancestro indígena, creían en aquellas historias, tanto como en La Madremonte, La Patasola y otras muchas, a veces aterradoras, que los niños oíamos “con los pelos de punta”.
Esas leyendas, a su vez, cruzaron mares y desencadenaron olas migratorias europeas (ya no simplemente de España, tan pronto el ejército libertador logró la independencia patria), siempre en busca de El Dorado para el enriquecimiento personal, empresarial y nacional, sin olvidar la lucha entre las máximas potencias por el dominio político mundial y, en consecuencia, sobre las nuevas repúblicas.
Otto Morales Benítez, en uno de sus estudios sobre la colonización, narra cómo antes de ésta, en las minas de Supía y Marmato, solían escucharse «voces de ingleses, franceses y alemanes”, confundidas con gritos de negros, quienes a duras penas hablaban español.
Llegada de los ingleses:
Sólo que, durante la colonización antioqueña, cuando cientos de familias paisas fueron a tumbar monte con hachas y machetes para integrar el vasto territorio del Viejo Caldas a la economía nacional, las firmas foráneas no podían perder tan grata oportunidad, confiadas en que sus cuantiosos recursos y su avanzada tecnología serían la varita mágica para bañarse en oro.
Fue cuando apareció en Marsella, en Villa Rica de Segovia, un míster de apellido Carter, proveniente de Inglaterra, que, al haberse enterado del Tesoro Quimbaya, del genio que guardó sus riquezas en la laguna, del Cacique de Nona y hasta de las excavaciones de los guaqueros por el Alto de Valencia, dirigió un intenso trabajo con su empresa a cuestas, obviamente en busca del oro, seguro de hallar el codiciado tesoro o, al menos, una parte de El Dorado.
Trajo pesadas y sofisticadas máquinas para lavar laderas con agua a presión, trazó caminos, abrió trochas por entre plantas venenosas y animales salvajes, cambió la ruta del agua con mapas dibujados en papeles que nadie más pudo ver…, y al final salió con el cuento de que la mina estaba ahí precisamente, debajo del pueblo, al que debían trasladar para emprender la explotación aurífera.
Adiós a Mr. Carter:
El revuelo municipal fue de Dios y Señor mío, Le dijeron a Mr. Carter, sin mayores rodeos, que por nada del mundo abandonarían el pueblo; que se guardara sus libras esterlinas, con las que estaba dispuestos a comprarles sus viviendas, y que a él le iría mejor, mucho mejor, si se iba para otro lado, aunque fuera de regreso a su lejano país de ultramar.
El inglés desapareció. No se volvió a saber de su existencia, ni qué fue de las estruendosas máquinas que lo acompañaban o si descubrió, por algún lado, la mina de oro que vino a explotar en El Dorado.
En su ausencia, el pueblo entero siguió buscando oro, tanto en las guacas indígenas como en las casas viejas o en ríos y quebradas, donde en mi infancia pude ver todavía cómo se barequeba en El Socavón (riachuelo que luego fue canalizado al cruzar por el área urbana), siempre con la ilusión de hallar alguna pepita brillante, de color dorado, mezclada con el polvo y la arena, al agitar los pobres mineros sus bateas, moviéndolas de un lado a otro y dándoles vueltas.
El Socavón, a propósito, cruzaba con sus aguas por la mina de Mr. Carter, donde las pesadas máquinas hacían el lavado correspondiente. Allí está ahora precisamente un ecohotel: “El Lago”, cuyo nombre (tomado del lago que es su principal atractivo turístico) nos recuerda siempre el tesoro escondido por un genio oriental o por el cacique quimbaya de cuentos remotos.
«Esa es La laguna encantada de tales historias», se asegura. Sólo falta hallar el tesoro que muchos siguen buscando también por el Alto de Valencia.
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