Jorge Emilio Sierra Montoya
Como ya estoy preparando la nueva edición, corregida y actualizada, de mi libro «Historias y Leyendas de Pueblo» -Ver portada-, espero publicar aquí, cada semana, uno de sus relatos.
Confío en que todos ustedes los lean, comenten y hasta corrijan, si es necesario. Comienzo por la fiebre del oro que también atacó a los colonizadores antioqueños, igual que a los conquistadores españoles tras el descubrimiento de América..
Vamos, para empezar, al Alto de Valencia, en busca de sus leyendas -Ver texto-…
LEYENDAS A GRANEL POR EL ALTO DE VALENCIA
La fiebre del oro:
Los habitantes de Marsella tenían que padecer la fiebre del oro. Y no sólo por ser pobres, muy pobres, según sostienen los historiadores al explicar las causas de la colonización antioqueña, ese masivo desplazamiento popular hacia las boscosas tierras del Viejo Caldas (próspero departamento del que aún no se habían separado Quindío y Risaralda).
No. También influyó el espíritu propio de los paisas, ambiciosos por naturaleza, quienes no pueden oír el sonido de una moneda sin que les salte el corazón o, al menos, sus bolsillos, donde por momentos tienen puesta el alma.
E incidieron, además, las tradiciones, aquellas que se remontan hasta las tribus indígenas, primeros pobladores de la región, desde mucho antes de la aparición del hombre blanco.
De hecho, los quimbayas fueron brillantes orfebres y, como tales, respetados aún por violentas comunidades vecinas, entre quienes se destacaban los pijaos. Eran la encarnación del buen salvaje que se dijo en tiempos de La Ilustración.
Y como dichas tradiciones recogían leyendas, en las que sus protagonistas eran poderosos caciques adornados con hermosas prendas de oro, al que siempre estaban asociadas las distintas referencias históricas (pensemos en El Dorado), la fiebre en cuestión tenía que aparecer, más aún cuando no tardaron en abundar los guaqueros, quienes descubrían los tesoros y tumbas indígenas por la ubicación o forma de los suelos o simplemente por las luces que podían verse, alrededor de los llamados entierros, en las noches del Viernes Santo.
Las leyendas ayudaban a encontrar el sitio exacto. El Alto de Valencia fue uno de los más célebres, si bien nunca se supo qué tanto respaldó con hechos, con enorme riqueza, tan insistentes rumores, acogidos por numerosos parroquianos.
Pero, hablemos primero de las leyendas, en honor a la historia.
Un genio sin lámpara:
La primera leyenda tiene que ver con un genio, figura que carece de raíces indígenas, pues más bien es de origen oriental a juzgar por los cuentos de Las mil y una noches.
Esto último carece de importancia, sin embargo. Lo fundamental es que estaba allí, en el empinado e imponente Alto de Valencia, con el extenso valle del río Cauca a lo lejos, el cual había sido obra suya, donde puso a prueba sus poderes extraordinarios.
Y es que tan mítico personaje habría escogido ese lugar desde el principio de los tiempos, cuando la tierra apenas empezaba a formarse.
En algún momento, atendiendo sólo a sus deseos personales, no de alguien que se lo pidiera al frotar una lámpara, partió la montaña en dos, separando una parte de la otra y dejando entre ambas un valle con su enorme lago, formado con las aguas del río, en cuyo fondo escondió su tesoro.
Tesoro en el lago:
El genio observaba el lago desde las verdes laderas, no cubiertas todavía por los miles de pequeños palos de café que en las últimas décadas se han extendido por doquier, sino por fuertes nogales, gigantescos helechos, guaduales que se movían al paso del viento, árboles silvestres, plantas medicinales y maleza, que le daban al paisaje un aspecto selvático, donde la caza del tigre sería después, durante la citada colonización que se prolongó durante varias décadas (entre los siglos XIX y XX), una de las aventuras más emocionantes.
El lago, a fin de cuentas, lo terminó seduciendo, sobre todo en los atardeceres, cuando el sol se reflejaba en las aguas.
Hasta que un día decidió morar en su lecho y, con una varita mágica, la misma con que había partido la montaña, permitió que el Cauca siguiera su curso hasta el río Magdalena, al que desemboca desde entonces.
Allá se quedó por los siglos de los siglos, cuidando su tesoro.