NAVIDAD EN MARSELLA

Jorge Emilio Sierra M

Si los años de infancia en Marsella fueron los más felices de mi vida, los días de Navidad allí eran los mejores de cada año, como lo recuerdo en el siguiente pasaje de mi autobiografía -“Una vida en olor de imprenta”-, cuyo primer tomo acaba de aparecer en Amazon:

NAVIDAD EN MARSELLA

La Navidad, a diferencia de la Semana Santa donde había tanto dolor por la muerte de Cristo, solo era jolgorio. Y claro, en Marsella eso se traducía en luces multicolores, por todas partes; en la llamada música navideña,tropical en su mayoría, con los rítmicos aires caribeños (la cumbia, en primer término) que desde comienzos de diciembre daban rienda suelta a más y más bailes en las casas con sus puertas abiertas de par en par, y obviamente en los villancicos que sonaban aquí y allá, aún antes de iniciarse, el 16 de diciembre, la Novena de Aguinaldos, cuando estallaba el júbilo colectivo, acompañado por la natilla, los buñuelos y el infaltable aguardiente que unos y otros bebían sin tregua, como si ya se fuera a acabar.

En nuestra casa (que fuera de doña Ester Arango, abuela de los Mejía Gutiérrez), mamá y nosotros, sus cinco hijos huérfanos, participábamos con entusiasmo, dados nuestros principios cristianos, en la magna celebración, tanto para conmemorar el nacimiento del Niño Jesús en Belén como para cumplir el correspondiente mandato bíblico sobre la unión familiar.

De hecho, ese encuentro se imponía como regla de oro en aquella época, cuando hasta los hijos ausentes regresaban a su hogar para estar juntos, compartir la Novena alrededor del pesebre y repartir el 24 de diciembre, a las doce de la noche, los esperados regalos de Navidad, en medio de besos y abrazos que se repetirían después, el 31 de diciembre, esta vez con llanto por la despedida del año viejo, representado en muñecos de trapo que eran quemados por todas partes.

La familia Sierra Montoya no era, ni mucho menos, la excepción.

En torno al pesebre:

El centro de la celebración navideña era el pesebre, cuya figura protagónica era el Niño Jesús, puesto en un establo sobre pajitas, rodeado por sus padres, María y José, y por la mula y el buey que eran sus medios de transporte y les daban el calor necesario para alejar el frío de la noche.

El Niño, sin embargo, permanecía allí en los primeros días de diciembre, pues de un momento a otro se desaparecía al haberse ido -nos explicaba mamá-, en un caballito azul, hacia el cielo, para regresar el 24 a medianoche, cuando traía los regalos, cuyas tarjetas hablaban por sí solas: “Del Niño Dios para Lucía”, “Del Niño Dios para Isabel”, “Del Niño Dios para Álvaro”…

El pesebre, a su vez, recreaba el escenario donde nació Jesús: el rebaño, con pastores y ovejas; los tres Reyes Magos, que cruzaban el desierto y tomaban el camino, hecho con aserrín, para llegar el seis de enero al lugar de la natividad, guiados por una estrella (a diario se desplazaban, poco a poco y a escondidas, gracias a la mano de alguien en la casa, para cumplir a cabalidad su itinerario), y el pintoresco pueblo de Belén, con sus viviendas y su alta iglesia de cartón alrededor del parque principal, sin olvidar los animalitos (gallinas, perros, caballos y hasta fieras, como leones y tigres) que le daban al sitio el ambiente bucólico, campesino, acorde con su época, si bien el alumbrado, con cuerdas y lucecitas regadas por doquier, se encargaba de traer los avances modernos del progreso a través de la electricidad, algo nunca imaginado siquiera por Francisco de Asís, el santo que inició, varios siglos atrás, tan bella tradición.

Concurso de pesebres:

Fue entonces cuando mi hermano Rubén Darío y yo, aún niños, logramos vencer por fin la drástica prohibición materna de alejarnos del centro del pueblo hasta sus alrededores, es decir, hacia los barrios periféricos (que apenas estaban a pocas cuadras de la Plaza de Bolívar), dizque porque allí corríamos peligro.

En efecto, gracias al concurso local para escoger El mejor pesebre del año, nos íbamos con las barras de amigos, entre otros numerosos feligreses, a visitar, bajo la guía protectora del sacerdote, decenas de casas de San Vicente y La Pista, del Alto Cielo y La Gallera, La Rioja y La Bomba, donde todos a una rezábamos la novena, comíamos natilla con buñuelos y cantábamos villancicos mientras el cura repartía pequeños regalos y tomaba notas -según aseguraban quienes tenían por qué saberlo- para la futura evaluación del jurado calificador.

Miseria a la vista:

El descubrimiento, en este caso, no fue menor a los tantos que ya habíamos hecho, pues ante la honda fe que veíamos en los rostros de cada familia, nos encontramos también con la pobreza extrema, la misma que no habíamos conocido siquiera en nuestra casa (a pesar de las limitaciones económicas de vieja data), ni mucho menos en las de los abuelos o amigos.

Antes bien, observamos, con dolor, a niños hambrientos, víctimas de la desnutrición, con sus padres humildes, seguramente de origen campesino, ahogados por un ambiente de miseria que saltaba a la vista. Fue cuando, a lo mejor, empezamos a preguntarnos dónde diablos estaba la justicia divina.

De regreso a casa, donde mamá nos esperaba con la preocupación debida, Darío y yo manteníamos una extraña sensación de angustia, de tristeza, que no desaparecía siquiera en las oraciones nocturnas, cuando invocábamos al Ángel de la Guarda y al Niño Dios.

Nadie parecía responder a nuestras inquietudes.

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