Recuerdos de la escuela

Recuerdos de la escuela

 Jorge Emilio Sierra

Como en Marsella, mi bello pueblo de infancia, están en buena hora recuperando sus historias y compartiéndolas en redes sociales, me quiero sumar a esa tarea con el vistazo a mis ya lejanos años de primaria en la escuela, tomado de mi libro de Memorias -«Una vida en olor de imprenta»-, recién publicado en Amazon.

RECUERDOS DE LA ESCUELA

Como lo indica su nombre, la Escuela Mariscal Sucre (Ver foto, plumilla del maestro Julio Villada) honraba a Antonio José de Sucre, uno de los próceres de la independencia nacional, asesinado en las Montañas de Berruecos, al sur del país, cuando se dirigía al Ecuador, magnicidio que fue un golpe demoledor para Simón Bolívar, quien lo quería con toda el alma, convencido de que él sería su sucesor. “La bala cruel que le hirió el corazón, mató a Colombia y me quitó la vida”, escribió El Libertador en una de sus cartas.

De esto, los muchachos algo sabíamos por las clases de historia y las celebraciones patrióticas en el patio de la escuela, donde se izaba la bandera al ritmo del himno nacional, escrito por Rafael Núñez.

Entre música y fútbol:

Pero, poco nos importaba ese tema. Preferíamos, en cambio, la clase de música, donde los niños, en coro, interpretábamos típicas canciones colombianas bajo la dirección del profesor, y especialmente los recreos, cuando sonaba la campana y unos y otros nos lanzábamos en tropel hacia afuera, por corredores y escaleras abajo, hasta el patio y, sobre todo, hasta la cancha de fútbol, polvorienta, que estaba a pocos metros de El Socavón, la quebrada que todavía arrastraba pepitas de oro desde la mina explotada otrora por los ingleses, tal como podíamos apreciar los mismos escolares al ver a humildes campesinos agitando sus bateas en el agua, confiados en que un milagro los sacara de pobres.

En la cancha jugábamos fútbol o presenciábamos disputados encuentros entre equipos formados en los distintos cursos, de primero a quinto, y entonces aquello era una algarabía completa, un bullicio que llegaba hasta el cementerio y podría incluso -se comentaba, entre risas- despertar a los muertos, quienes no sabían lo que se estaban perdiendo.

En una palabra, todo era alegría, felicidad, descanso absoluto, en ocasiones con la participación o complicidad de los maestros, contagiados de esa pasión incontenible por la pelota. ¡No existía mayor dicha que ésta!

Más juegos con peleas:

Y cuando la cancha no era escenario de los partidos de fútbol, quedaba a nuestra disposición, para entretenernos con lo que quisiéramos, pues el tumulto era total, extendido hasta el patio de arriba, y mientras unos corrían, agitados, persiguiéndose, otros lanzaban bolas de cristal con los dedos, ensayando puntería contra los redondos y brillantes objetivos en el suelo, o se iban hacia El Socavón, a sus dos orillas, para jugar pistola en pandillas, cuyos revólveres o fusiles se hacían con los tallos de plantas silvestres donde nos ocultábamos en la hojarasca para evitar los disparos (pum-pum-pum) que nos lanzaban de todos lados.

De hecho, no faltaban las peleas de puños, en los que cada niño tenía que demostrar su condición de macho, de ser un varón y no una niña como sus hermanas o su madre, a quien se recordaba con palabras de grueso calibre. “El que pica aquí -decía el retador, amenazante y con su mano extendida-, pica la cara”, y si el ofendido tocaba la mano del contendor, empezaba el combate, con decenas de compañeros a su alrededor, como en un ring de boxeo, animándolos desde bandos opuestos, según el grado de amistad con los contrincantes.

La lucha, por desgracia, duraba poco, hasta cuando uno de los dos caía y no se levantaba, sangraba por la nariz y tiraba la toalla, derrotado, o cuando se aparecía, de buenas a primeras, su profesor, para imponer la disciplina.

La Fiesta del Niño:

Había un día, en particular, que muchos considerábamos el mejor del año: la Fiesta del niño. Llegábamos disfrazados a la escuela, con vestidos hechos casi siempre en nuestras casas, por madres modistas; gozábamos mañana y tarde con sinnúmero de competencias y concursos, donde los ganadores recibían sus premios, y hasta se elegía al mentiroso del año, cuya originalidad quedaba comprobada al desatar las risas incontenibles del público. “Ayer, a las doce del día, una avioneta puso un huevo en Beltrán”, fue la mentira vencedora en cierta ocasión, que desde entonces se hizo memorable, pasando de generación en generación.

La mejor competencia, acaso por lo difícil que era y por el amplio número de aspirantes que se atrevían a participar sin miedo a hacer el ridículo, era La vara de premio, un palo de guadua levantado en mitad del patio, tan largo que parecía llegar hasta las nubes, cubierto con aceite, al que los concursantes pretendían subir, deslizándose a cada momento y sin poder alcanzar la cima, donde estaba el premio.

Después de incontables esfuerzos fallidos, surgía el ganador de siempre, celebrando desde lo alto, con el premio en la mano: mi gran amigo Rubén Darío Henao, a quien yo aplaudía con entusiasmo desde abajo, en primera fila.

El acto final:

Y en cuanto al acto final del año, cuando se clausuraban las labores escolares, ni se diga.

Era una solemne ceremonia, presidida por las directivas de la institución, en compañía de algún funcionario importante de la capital, y con la realización de diversos actos culturales, como el invitado especial que declamaba La casada infiel de García Lorca, cuya historia de adulterio escuchábamos los mozuelos con las bocas abiertas, aunque no la entendiéramos todavía.

Para despedirnos, repartían los premios a los mejores estudiantes, entre quienes los ganadores eran la envidia de los compañeros y sus padres de familia.

Tales actividades académicas, que eran fiestas en sentido estricto, sólo eran superadas por las temporadas de vacaciones en Semana Santa y Navidad con la correspondiente celebración del Año Nuevo.

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