Como seguimos desempolvando recuerdos en nuestro viaje de infancia por Marsella, el turno es ahora para la Casa Cural y su máxima autoridad de entonces, el legendario monseñor Jesús María Estrada -Ver foto-, de quien hoy les hablo sobre su santidad y el calvario que padeció en los últimos años de vida…
SANTIDAD, PASIÓN Y MUERTE DE MONSEÑOR ESTRADA
(Fragmento de mi libro «Una vida en olor de imprenta» -Amazon, 2020-)
Jorge Emilio Sierra Montoya
LA CASA CURAL:
La vivienda de doña Ester Arango (donde vivíamos “en arriendo”) es la que está enseguida de la Casa Cural, aquella que se prolonga hasta la esquina del parque o Plaza de Bolívar, donde se dobla a la izquierda para juntarse con la iglesia, siendo así una de las más grandes y acaso la más antigua del pueblo, tanto que nos ha dado siempre la impresión de haber estado allí desde la creación del mundo.
Es, como lo dice su nombre, la casa del cura o, mejor, la del párroco, máximo jerarca de la iglesia católica local (la única que entonces existía, pues los protestantes -ahora llamados cristianos, como si los católicos no lo fuéramos- eran ahuyentados tan pronto pisaban el pueblo), como lo habían sido el inolvidable padre Giraldo y monseñor Estrada, quien al final de sus días fue relevado de todas sus funciones sacerdotales por la avanzada edad, la misma que se notaba a simple vista en su oscura y larga sotana raída, su voz débil y su lento caminar, arrastrando los pies, sin poderlos levantar siquiera.
¡Cuán diferente era este cura del que todos conocimos de tiempo atrás!
EL GRAN FUNDADOR:
Porque cuando el padre Estrada llegó al pueblo a comienzos del siglo XX, proveniente de Pácora, es como si hubiera venido para refundarlo o, por qué no, para ser su verdadero fundador, más aún cuando su presencia coincidió con el nacimiento del municipio, sin haber concluido todavía la colonización antioqueña del Viejo Caldas.
De hecho, tan pronto asumió sus funciones se transformó en el principal promotor de la educación, la cual debía tener obviamente una orientación religiosa, con la férrea moral cristiana que él defendía, a capa y espada, en elocuentes sermones que fueron conquistando el fervor popular.
Lo primero que hizo en tal sentido fue traer a las monjas bethlemitas, previa adquisición, por parte de la parroquia, del amplio terreno de nuestro bisabuelo paterno, Liborio Caro, en una de las esquinas del parque -actual Casa de la Cultura-, donde se construyó, también por su iniciativa, el colegio en que estudiaron, desde primaria hasta cuarto de bachillerato, las damitas “de la sociedad” (mamá y mis hermanas, entre otras).
Como si fuera poco, gracias a su gestión surgieron el colegio de bachillerato, sólo para hombres y bautizado en honor suyo, con su nombre de pila: Instituto Jesús María Estrada; el cementerio, que sería declarado Monumento Nacional, y la nueva iglesia, alta e imponente, con su Cristo redentor en medio de las dos torres, mientras su biblioteca personal, de autores clásicos, la puso al servicio de la comunidad, convirtiéndola en biblioteca pública.
“Es un santo”, decían de él sus admirados y agradecidos feligreses, aunque tampoco faltaron quienes le hacían la guerra, oponiéndose, enceguecidos por su radicalismo liberal, a cuanto él dijera desde el púlpito, invocando la autoridad divina.
AL CUARTO DE SAN ALEJO:
De aquellos tiempos, nada quedaba. Aunque ya con el título honorario de Monseñor, envejeció, dejó de ser el mandamás de la iglesia local y fue arrojado a un cuarto miserable de la Casa Cural por quien fuera su reemplazo, un joven cura, de apellido Piedrahita, que se daba ínfulas de Papa; permanecía solo, apenas acompañado por Eva Gómez, su fiel ama de llaves; nunca le devolvieron sus amados libros, a pesar de la lista de préstamos, con nombres y apellidos, y en cuanto a sus conmovedores sermones, donde hizo gala de la más impresionante oratoria sagrada, no se oían desde el púlpito, ni por el parlante que en algún tiempo se instaló en una de las entradas del templo para que su voz resonara a lo largo y ancho del pueblo, ni mucho menos en la emisora municipal, cuyas oficinas, bajo la dirección de Gonzalo Galvis –“El aburrido”, le llamaban-, quedaban exactamente al lado de la casa de doña Ester Arango.
De ahí que mi hermano Rubén Darío y yo, junto con otros niños y adolescentes, gozáramos de lo lindo cuando le veíamos entrar a La voz de Marsella, sentarse frente al micrófono en la cabina asignada por El aburrido, cerrar sus ojos para tener seguramente la mayor concentración posible y pronunciar su discurso, sin que nadie lo escuchara por una sencilla razón: ¡A su transmisión le habían cortado el sonido, lanzando al aire, en cambio, la música de moda que tanto gustaba a los oyentes, olvidados por completo de monseñor Estrada!
Y si éramos descubiertos en plena fechoría, todos partíamos corriendo, a los gritos, felices de habernos salido otra vez “con la suya” (o, mejor, con la nuestra).
En la veloz carrera, Darío y yo solíamos refugiarnos en el almacén de Genovevita Álvarez, situado también en la Plaza de Bolívar, diagonal de la Casa Cural y a pocos metros de la de doña Ester, donde mamá vigilaba desde lejos, en el balcón de una ventana, sin poder evitar aquellas travesuras, de las que no se daba cuenta porque todo lo hacíamos a escondidas, simulando estar actuando bien, cual mansas palomas.
Y como de Genevovita se decía igualmente que era santa, nadie nos podía acusar de estar haciendo algo malo…