Temores del siglo XX en Marsella

Temores del siglo xx en Marsella

POR GUILLEGALOPUBLICADO ENSEPTIEMBRE 3, 2018

.Tomado de Grano Rojo de Guillermo Gamba López

Al inicio del siglo XX y en sus décadas finales, la vida mundial estaba signada por la tensión entre potencias, guerras mundiales y la distribución de los países en bloques: los de la Cortina de Hierro y los Países Aliados.

En las calles de Marsella se rumoraba el temor al comunismo, en Colombia se desató la violencia entre liberales y conservadores que impulsó la migración que transformaría al país en un territorio fraccionado, el mundo campesino, comunidades negras e indígenas marginadas y gente nueva en ciudades con suburbios. Lo urbano y lo rural hacían las dos Colombias que describía Alfonso López Michelsen en sus discursos. Varios territorios donde se han abierto espacios de dominio a toda clase de grupos violentos que los gobiernos no logran controlar.

Como sucede en lugares premodernos, el imaginario religioso en Marsella, estaba lleno de creencias sobre el castigo eterno en el infierno. Calles con frecuentes escenas de violencia, asesinatos en los caminos, en las escuelas niños huérfanos, en el campo viudas con hijos; aquellos tiempos duros traían estados emocionales alterados: tristeza y miedo, trastornos bipolares, algunas formas de esquizofrenia y entre otros temores o conflictos, nos queda por evaluar la violencia intrafamiliar, o los castigos de algunos profesores amantes de la disciplina férrea y el garrote. «La letra con sangre entra decían los romanos». Pedagogía prusiana decían unos pedagogos. Los niños se desmayaban en largos actos de honor a la bandera.

Todo eso afectaba la salud; más aún, a la precariedad y el temor los suplían la viveza y los enojos con las palabras bruscas del maltrato aprendido.

En esos días aumentaba el porcentaje de población diabética, para algunas familia algún mediquillo pedía orina del paciente, la saboreaba y se atrevía a recetar, la gente no se sentía bicho raro cuando a uno de ellos dijo desdeñoso: —Te han ojeado—. Narró Célimo Zuluaga en la historia de Marsella: “Quien primero empezó a recetar fue Emigdio Uribe, el primer médico en visitar este pueblo fue el Doctor Jaime Mejía, el Dr. Leonidas López fue el primer médico graduado en este lugar, otros prestaron sus servicios sin ser médicos: Ramón Zafra, su señora Mercedes Uribe, Isabel Tobón, Isabel Marín y Rafael Alzate, el llamado «Aguas Frías«.

Había influencia de la era victoriana, puritanismo, se condenada el hedonismo, esa cultura del goce que vivió Marsella al inicio del siglo en los años del Oro cambió en algún tiempo después de la cuaresma y el sermón de monseñor, en alguna casa la pareja volteaba los cuadros de los santos contra la pared cuando hacían el amor. Se imponía una moral sexual que condenaba el erotismo. En organizaciones como la sociedad de buenas lecturas se evadían las contrarias. Elegancia o pulcritud, a los médicos llegábamos con vestidos pomposos y ellos

Decían que Leonidas López fue educado en Europa y otro lo contradijo, dizque fue en Bogotá, dizque era mejor cirujano y literato que médico, decía el padre Fabo de Manizales; hijo de Nicasio López, aquel médico atendía con alegría y consejos para algún conocimiento terapéutico que le siguió al campesino Juan Antonio Gamba, cuando le orientó a comprar un botiquín y le indicó prácticas de la cultura del cuidado para el trabajo y la vida en las fincas de El Congal. El doctor Leonidas finó ahogado cuando unos tragos de guaro le impidieron flotar en el río Cauca y ahí quedó, solo quedan anécdotas ya conocidas, notas escritas por su ilustre pariente Jorge Emilio Sierra.

Leonidas López, enseñó el saber nutricional y el cuidado de sí mismos, cultura preventiva que fue poco difundida y tenía escrita en una cartilla la señorita Eva Gómez como herencia de familia. Años sesenta, un vendedor de libros trajo a varias familias un texto, «Fuerza y salud por la alimentación» y al leerlo Eva nos recordaba a Leonidas, hasta nos comentó que ese libro se lo revisó el sacerdote Julio César Agudelo y la condenó en un sermón porque el impresor había transcrito consejos de origen en iglesias anglicanas y adventistas.

El Chucho Estrada, el cura párroco más importante en la historia del pueblo, en sus bodas de oro sacerdotales se vestía a la usanza de la era victoriana, aquella moda eclesiástica que Federico Fellini mostró en 1972 en una escena de su película «Roma Fellini»; entonces el Loco Cristóbal Correa, un seminarista de Tuluá que conoció a Monseñor cuando se lo presentó el padre Fabio Rivera, exclamó: Que curita tan Coca colo este, mírale bien esa estola del color cardenal y los zapatos; porque ese día tenía un calzado de charol con algún toque de azul en el tacón, hebillas muy brillantes y bordes en cordones de colores dorados en su túnica.

Prevalecían imaginarios: Rosario Rentería decía a mi mamá: se debe hervir una herradura entre el agua panela para darle hierro al alimento y para hacer fértiles a las mujeres, porque esa agua panela lleva historias de alegrías en caminos y lugares de hombres andariegos.

Andrés Sánchez, alterado por los sermones del sacerdote Chucho María Estrada, que amenazaba con el final del mundo cuando caía la ceniza del volcán de El Ruiz, o anunciaba el castigo de Dios con tres días de oscuridad bajo la amenaza de la bomba atómica. Andresito Sánchez estuvo tan sugestionado con esas palabras que se compró todas las velas que vendía don Arturo López, las prendió en la casa por todos los rincones para pedir perdón a Dios y prevenir las guerras; aún así, todo en él era oscuridad y caminos infernales, perdido entre sus miedos ni se enteró cuando incendió la casa y poco pudieron apagarla con olladas de agua; él aún anonadado, lo calmaron con marihuana que mandaron de Miracampo y la morfina del doctor Jesús María Correa.

El control natal era un lavado con agua, vinagre y limón en la vagina; años después, algunas prostitutas se lavaron el coño con coca cola; una añeja de El Morro, habla del doctor Barriga, quien les hacía la tabla del método de Ogino; imaginen, no era como lo piensan, cuando su sobrino dejó preñada a alguna, exclamó el abuelo Ramón: —Barriga no cura una jarretera dándole el jabón de tierra—.

Hacia mitad del siglo, se abría la circulación de bebidas gaseosas, antes se consumía más panela y miel que azúcar, hacia 1929, al mirar las estadísticas, comenzó a proliferar la diabetes con el gusto continuo del pan, azúcar y gaseosa, sancocho de vitrina, le decían; era el fin de la era de los caminos y los andariegos porque apareció el uso de andar en carro y el el consumo masivo de dulces y harinas causantes de este estado de salud frágil; recuerdan entrevistadas, el doctor Correa nos recetaba cosas nuevas y nos hacía caminar mucho, abuelas, tíos, primas y vecinos padecían y mejoraron, otros no le entendieron y fallecieron por sus estados diabéticos complicados, como una prima que caminaba todos los días desde una finca en Siracusa al pueblo, se casó con un hombre cuya vocación no era la agricultura sino irse a Cali a trabajar de ruso, así llamaban el trabajo en construcción, y al poco tiempo, por el cambio de hábitos, dejó el claro de maíz por gaseosa que le traía más sed y tomaba más y más de esas cosas y falleció diabética, sus descendientes que han padecido eso y acuden a los programas de medicina preventiva, ya en el Siglo XXI, saben vivir normal con ese estado de su función física.

José María Correa, era médico y cirujano de guerra en años de violencia política, servía entre carencias con iniciativa y asepsia, luchaba contra infecciones y enfermedades venéreas con penicilina, sus emociones existencialistas lo hundían, escéptico y librepensador, cuestionaba la vida, soportaba los miedos de su tiempo y se aplacaba con morfina y formulaba casi dormido.

Fue un concejal, cívico y contradictorio, decían que vivía rodeado de médicos invisibles que le dictaban las fórmulas.

Mientras eso el cura curaba desde el santuario con bendiciones, la unción a los difuntos era su boleto al predio donde San Pedro los censaba. El sacerdote Julio Palacio usaba otro método preventivo, no sé cuán eficaz, les mostraba en el confesionario a los parroquianos más pichadores o fornicadores infieles, casi todos, dibujos del purgatorio y el infierno, eran estampas con dragones que se deleitaban devorando a los seres humanos en sus genitales que crecían de nuevo, una y otra vez, y de nuevo eran devorados, así infinitamente, un siglo continuo por cada pichada.

Omar Ordoñez dijo entre aguardientes en la cantina de Trina en El Morro: jamás quiero imaginar ese castigo, mañana mismo madrugo a confesarme y le pidió al mismo sacerdote una penitencia que le permitiera saldar su deuda de pecador y borrarse en la pizarra del infierno con letanías y por eso entre aguardiente o coca cola se le veía mover la boca y mirar al cielo. Después continuaba contándome sus picardías de gígolo y pecador glorioso. Santo varón insigne de su tiempo.

Guillermo Gamba López

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