UN CASERÓN CON HISTORIA

Y sigamos con nuestra casa arrendada, enseguida del colegio de las monjas (actual Casa de la Cultura), donde los recuerdos nos llevan hasta Genovevita Álvarez -Ver foto-, “La santa del pueblo”…
UN CASERÓN CON HISTORIA:
En aquella época, a comienzos de los años sesenta, las mejores historias familiares tenían que ver con la enorme construcción del lado: el colegio de las monjas, cuya misión era la de consagrarse a educar familias pobres en municipios marginados como Marsella, impartiendo la debida formación religiosa que aquí orientaban, como máximas autoridades, monseñor Estrada y Genovevita Álvarez, de quienes todos decían en el pueblo que eran santos y merecían, a su muerte, ser llevados a los altares.
Pues bien, el vasto caserón del colegio -según recordaba nuestra madre, Mary Montoya, cuando volvió al pueblo tras la muerte de papá, Emilio Sierra-, fue inicialmente la casa donde vivía Liborio Caro, nuestro bisabuelo paterno, quien la vendió a la parroquia, con su inmenso patio, para construir el convento y centro educativo de las bethlemitas, a comienzos del siglo pasado.
El colegio era, pues, como de la familia.
LA SANTIDAD DE GENEVOVITA:
Pero, mamá nos hablaba sobre todo de Genovevita, con cuya familia, los Issa Álvarez, mantuvo una estrecha amistad que estaba metida en la sangre a través de su madre, Clara Isabel López, y aún desde antes, desde la fundación del municipio.
Por ello se conocía al dedillo la vida de la anciana, como muy pocos en el pueblo. De ahí que la contara con pelos y señales, mientras nosotros, sus cinco hijos huérfanos, seguíamos sus palabras sin parpadear y con los puños cerrados, los labios apretados y el corazón latiendo muy fuerte, como queriendo salirse del pecho.
No era para menos. Porque la proclamada santidad de Genovevita venía desde su infancia, desde los cinco años de edad, cuando descubrió la vocación religiosa de la mano de su maestra Gertrudis Copete (nuera de su madre, Ana Rosa), quien la llevó a misa, en la que fue presa de un arrebato místico, similar -se decía- a los que tuvo santa Teresita.
Cuando tenía ocho años, tomó la decisión de ser monja, como Hermana de la Caridad, gracias a la influencia de los sacerdotes Ananías Escobar y Eleazar Loaiza, y, aunque por esos días no pudo hacer su Primera Comunión debido a una enfermedad que la atacó, no tuvo miedo a la muerte, ni lo tuvo después, en su adolescencia, ante una neumonía, o a los quince años, cuando sufrió problemas cardíacos.
En tales circunstancias, Genovevita se aferraba a Dios para alcanzar la tranquilidad que todos le admiraban y la santidad que -según afirmaba, con fe sincera- recibía del Cielo, sin merecerla.
LISTA PARA SER MONJA:
Tuvo pretendientes, claro está. Pero, los rechazaba por ser esposa de Cristo, porque se iba de monja y porque a fin de cuentas seguiría los pasos de su amiga Carmen López, la única hija de Nicasio, quien le tomó unos cuantos años de ventaja en su ingreso al convento, en Santa Rosa, donde luego la encontró de nuevo para vestirse, como tanto quería, con el hábito de las Hermanas de la Caridad, cuyo símbolo era una pequeña corneta blanca, pegada con alfileres al pecho.
Estaba feliz por haber alcanzado su cometido, el elevado propósito que se había trazado desde la infancia.
TRAGEDIA INESPERADA:
Hasta que la tragedia, la peor tragedia de su vida, se le vino encima, cuando su amado padre, Pedro Antonio, sufrió una penosa y fatal enfermedad que la obligó a colgar los hábitos, abandonar su vida conventual y dedicarse por entero, con Adela López (hermana de mi abuela Clara), a atender su almacén de telas en la Plaza de Bolívar, en los bajos de la casa paterna.
“En lugar de la blanca corneta que me distinguía como esposa de Jesucristo -escribió en su Diario, guardado celosamente por una de sus sobrinas, Susanita Issa-, tomé la negra mantilla, distintivo de la melancólica viudez”. Y agregaba, con dolor: “Vestida así, más parecía un cadáver que llevaba a la fosa, que una criatura que volvía a luchar con las tempestuosas olas del mundo”.
No obstante -concluía mamá, animando a sus angustiados muchachos-, Genovevita, con la venia de monseñor, se entregó de lleno a orar, ponerse al frente del arreglo diario del altar para las celebraciones eucarísticas y preparar a todos los niños del pueblo, que fueron centenares durante muchos años, para hacer su Primera Comunión.
“Desde entonces me consideraba la feliz esposa de Jesús Sacramentado o al menos su amorosa sirvienta”, señalaba en las últimas páginas del Diario, leído por mi madre con el paso del tiempo.
ENCUENTROS CASUALES:
Genovevita, pues, era visitante asidua del colegio de las monjas, donde se le respetaba como si fuera una de ellas, con tanta autoridad como la que ostentaba la Madre Superiora, más aún cuando era la mano derecha de monseñor, con quien compartía la dirección espiritual y moral del pueblo.
Mamá la tuvo de profesora, tanto de religión como de caligrafía, igual que Alba Lucía e Isabel, nuestras hermanas mayores, al tiempo que yo, el hijo menor (quien a mis seis años cursaba allá el kínder, antes de entrar a la escuela), solía toparme con ella y su figura pequeña, “de mentiras”, siempre amable y sonriente, que nos daba ánimos a los niños recién llegados al colegio, los primeros varones que tuvimos el honor de asistir a este centro educativo, antes exclusivo para mujeres.
Entonces no había colegios mixtos, cuya simple idea resultaba pecaminosa por abrirle paso a la tentación que nos condena finalmente a los mismos infiernos.
Jorge Emilio Sierra Montoya
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