VALENCIA, LA COLINA ENCANTADA.
Carlos Arturo López Ángel
Publicado En Marsella al Día.
Desde el parque podemos apreciar el suave perfil de la colina de Valencia, en donde sobresalen los montes de Las Brisas y El Prado y el afloramiento rocoso de Las Peñas. Valencia es un espacio rico en paisajes, historia, arqueología y mitos y leyendas.
Entre los años 1990-1993 en la finca Las Brisas, su propietario arrancó en una búsqueda febril de tesoros indígenas que según parece, no fueron encontrados. La verdadera riqueza era cultural, manifestada en las abundantes guacas con los husos para hilar el algodón, los rodillos para teñir, las ollas, los utensillos líticos; algunos de los cuales reposan en el museo de la Casa de la Cultura o en colecciones privadas. Sin olvidar los esqueletos humanos, uno de los cuales tenía una trepanación craneal, y también hay testigos de hechos inexplicables como la levitación de un trabajador de las excavaciones. Conocimos una tumba con escalones de acceso, techo abovedado con huellas de tejidos vegetales, perímetro circular y ocho nichos tallados en el barranco, en donde incrustaron maderos para sostener el techo.
Ante la ausencia del oro, la actividad cesó, y las 40 tumbas abiertas –algunas conectadas entre sí- fueron clausuradas. El arqueólogo Álvaro Botiva, del Instituto Colombiano de Antropología, quien investigó el lugar en esos momentos, afirmó en Marsella al Día: “Lo que allí se ha encontrado son tumbas indígenas distribuidas en las cimas de varias colinas que corresponden a cementerios y estos cementerios forman parte de lo que se denomina en arqueología, un asentamiento indígena prehispánico o un asentamiento arqueológico” y “Lo que hay aquí es historia, es pasado, que hay que recuperar para que la gente conozca y sepa de la importancia de las culturas que aquí habitaron”
¿Y quiénes habitaron en Valencia? Juan Friede en su obra Los quimbayas bajo la dominación española menciona el pueblo o cacicazgo de Nona, como uno de los participantes en la rebelión de los quimbayas contra los españoles en 1542. En el libro Vamos a fundar un pueblo de Helí Pineda y Javier López -citando a otros autores (Zuluaga y Henao)- dice que los pueblos indígenas Vía y Yagua asentados en Combia eran vecinos y que muy cerca de ellos, a mediados del Siglo XVI, apareció el de Nona por los lados de la quebrada que lleva ese nombre.
Entonces, hay muchos indicios sobre un cacicazgo Quimbaya de nombre “Nona”, situado en Valencia. Para sustentar un desarrollo cultural esos pobladores contaban con recursos importantes. En efecto, en la cuenca del San Francisco estaban disponibles la sal, el oro de veta y aluvión, las arcillas, la guadua para los hornos, -y tal vez el cobre del Surrumbo-, todos necesarios en la orfebrería.
Siglos después, don Pedro Pineda estableció su finca al lado de Las Peñas, un sitio estratégico cerca de las trochas abiertas a través de la serranía del Nudo y de la ruta: Santa Rosa- El Chuzo- El Trébol-El Salado-Miracampo, por donde llegaron muchos de los colonizadores. Además, como el fundador también era guaquero, – tal como lo afirma Diego Franco en su columna Atalaya- tenía a la mano nada menos que los cementerios indígenas de Valencia. A su finca La llamó “La Pereza”, quizás para definir un sitio que invitaba al descanso y la contemplación, después de las duras jornadas de regreso desde Santa Rosa, en donde trocaba el almidón de hobambo por vituallas, o porque desde allí podía ver los progresos de su naciente aldea.
Además, ese territorio tiene sus propios mitos y leyendas. Solitarios, los montes de Las Brisas y El Prado están frente a frente, separados por una cuadra, y delimitan un escenario natural que sobrecoge. ¿Como se explica que hayan resistido durante 160 años a las hachas y los monocultivos? No sobra decir que han sido agujereados por los buscadores de tesoros, y asociados a sensaciones perturbadoras que han sacado despavoridos a más de uno de esos aprendices de Indiana Jones.
La más conocida de las leyendas mencionada en la publicación Marsella mágica escrita por Julio Laverde, Amparo Serna y Álvaro Valencia, trata de la huida de un cacique cargado de oro, perseguido por Jorge Robledo. El Cacique arrancó río Cauca abajo, y en el hoy llamado “chorro del chapetón” se libró de los españoles, porque naufragaron por la furia de las aguas. Cogió montaña arriba hacia el oriente, y llegó a Valencia en donde escondió sus tesoros.
Un mito descrito por don Alfonso Ramírez, en Marsella y sus historias, dice que: “… en lo que hoy es el asentamiento entre el Alto de Valencia y el de Buenos Aires o Rumichaca, habitó un genio muy rico, portador de gran cantidad de oro, que partió la cuchilla y al mismo tiempo la bajó al nivel del asentamiento, en donde regó mucha cantidad de oro en las fuentes y en las tierras de esa comarca”. Este mito lo recrea Jorge Emilio Sierra en Historias y leyendas de pueblo.
Un chamán caminante nos contó que las indígenas calimas y patías hacían peregrinaciones hacia los nevados. Llegaban en balsas por el Cauca hasta el actual remanso de Beltrán y después por la cuenca de La Nona subían hasta Valencia, donde reposaban para continuar el camino. ¿Era, también, un sitio de descanso y espiritualidad? Puedo imaginarlos felices en la cima de Las Peñas, sonando sus cuernos de cabras monteses y con sus cantos vocálicos de alegría, al divisar los nevados del Ruiz y Santa Isabel, en donde rendirían tributo a sus deidades.
Con respecto a Las Peñas existen relatos de luces en las noches, de túneles y de apariciones que asustan a quienes transitan por la vía al Rayo. En Valencia, entonces, están los secretos de uno o varios pueblos indígenas que nos antecedieron en este territorio.
Si la colina de Milochenta es embrujo, la de Valencia está encantada. Ambas abrazan nuestro pueblo, y tienen respuestas para un turismo con marca de identidad. ¿Haremos algo al respecto?
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