El Diario de Genovevita

Por Jorge Emilio Sierra Montoya

Doña Susana Issa, miembro de una familia muy distinguida (los Issa Álvarez, por más señas), tenía por qué quedar con los manuscritos de su tía Genovevita. Claro que ella no los recibió directamente. No. Los recibió una de sus hijas menores, Beatriz, de manos de la señorita Delia Álvarez, la hermana inseparable de Genovevita, a modo de herencia. Pero, para el caso que nos ocupa es como si la madre hubiera sido el destinatario final de tan extraño designio divino. Lo cierto es que doña Susanita (así la llaman en el pueblo, con cariño) es una buena mujer. En el mejor sentido cristiano, además. Se le ve en los ojos, en su mirada transparente, sin mancha; en su voz de niña, aún por encima de los noventa años, que es como de arrullo maternal; y en la paciente resignación para soportar sus pies hinchados, la pobreza de las últimas décadas y, sobre todo, la pasión etílica de su esposo, Julio Vélez, hijo del célebre poeta que elaboró los planos del cementerio, Monumento Nacional.

 Muchos pueden dar constancia de su bondad. Por ejemplo, doña Mary Montoya, la viuda de Emilio Sierra, quien cada viernes recibía de ella, de su vecina y amiga de infancia, una pequeña canastica llena de carne, papas, arroz, huevos, manteca, arepas, leche, café y chocolate, para que sus cinco hijos huérfanos calmaran el hambre.

«Aquí le manda mi mamá», repetía siempre, sin cambiar la frase ni la expresión inocente del rostro, su hija Elena, quien entonces sólo tenía fuerzas para cargar la canastica.

Más aún: en las noches, a avanzadas horas, cuando desde una ventana veía que la viuda se trasnochaba y hasta podría amanecer cociendo en su vieja máquina Singer cuyo lejano traqueteo atravesaba el silencio y el frío de la madrugada, le hacía llegar una comida caliente, recién preparada, como si fuera la hora del almuerzo.

 Esta vez era Jorge, su hijo mayor, quien se aparecía con la suculenta cena, la cual ni siquiera se tocaba pues la madre se encargaba de repartirla al día siguiente, por partes iguales, a sus cinco hijos, reviviendo acaso la milagrosa multiplicación de los panes que narran los textos bíblicos.

Susanita, en consecuencia, es pura bondad. Y por serlo, tenía que quedar en su casa, en su familia, en manos de su hija Beatriz, el Diario de su tía Genovevita, la santa del pueblo.

 Un diario donde la joven autora, a la manera de San Agustín en Las Confesiones, describe su profunda vocación religiosa, «de monja», en medio de las tentaciones del mundo. Las del amor, en primer término .

Con seguridad, fue el único amor de su vida. El primero y último, en verdad. No había cumplido todavía los quince años de edad. Era una niña, mejor dicho. Pero se enamoró de él, un hombre a quien no identifica en su Diario escrito con una hermosa caligrafía que sólo se tenía en aquella época, cuando recién comenzaba el siglo XX.

«Un sábado a las 5 p.m. levanté por primera vez los ojos animados por el fuego del amor para fijarlos en él, a quien amé y miré durante tres días», confiesa Genovevita.

 Ya para entonces le había declarado su amor a Cristo. Y su entrega total, absoluta. Desde cuando apenas tenía cinco años y se despertó su vocación religiosa en las manos de su maestra Gertrudis Copete, «nuera de mi madre», con quien iba cada mañana a misa en medio de un entusiasmo místico que cada día fue mayor.

En efecto, a los ocho años quería ser Hermana de la Caridad. Poco antes, cuando se disponía a celebrar su Primera Comunión, fue víctima de «una grave enfermedad», neumonía al parecer, que literalmente la dejó en las puertas de la muerte. Fue puesta a prueba, pensó. Pero, con la gracia de Dios salió adelante, lejos de sentir algún temor por su temprana desaparición física, pues lo único que le importaba era su vida espiritual, una vida eterna según las enseñanzas de su mamá, Ana Rosa, y de su querida profesora.

Esto del enamoramiento, sin duda, era una prueba más. Y de nuevo recurrió al Señor, quien como tantas otras veces atendió al llamado: «Lleno de caridad hacia mí escribe-, descorrió el velo que me cegaba y me hizo retroceder en ese camino».

La enfermedad, sin embargo, volvió a hacer acto de presencia, casualmente después de superar la tentación amorosa. O acaso la superó en esa forma, gracias a la ayuda divina: «Dios se dignó visitarme precisa- con un año de penosa enfermedad, gracia insuperable que me hizo ver más claro el punto donde me hallaba». Así las cosas, la decisión de ser monja, que había tomado cuando apenas tenía uso de razón, fue mucho más firme, ya con la dirección espiritual de los sacerdotes Ananías Escobar y Eleasar Loaiza, ya por su confesión semanal »allá principió mi felicidad», observa- o por su estrecha amistad con Carmen López, la futura Sor López, la única hija de Nicasio, el primer alcalde municipal.

Pero, el amor tampoco se dio por vencido. A los quince años, en la flor de la juventud, cuando por fin había alcanzado la edad exigida para ingresar al convento, hubo la más fuerte arremetida de Cupido,nada menos que por parte de un primo suyo, sobrino del padre, que estaba de visita en su propia casa.

Él se enamoró de tanto verla, comenta. Y aunque en el pueblo se empezó a rumorar, con la chismografía característica, que este amor era correspondido, lo cierto es que Genovevita tenía ojos sólo para un hombre: Jesús, «en la Santa Eucaristía».

«Sí, a Él cada día en la Santa Comunión consagraba mi corazón y le pedía primero la muerte antes que serle infiel», declara con el alma puesta en sus manos.

La enfermedad, claro está, se hizo también presente .Una enfermedad «al corazón», nada romántica, que la mandó a la cama por ocho días y que se prolongó después, si bien con la honda satisfacción del tajante rechazo a su pretendiente. «No le amo. No sería feliza su lado, ni podría hacerlo feliz a usted. Mi corazón está muy distante del suyo», le dijo.

Ya en Santa Rosa, con las Hermanas de la Caridad y la inmensa alegría de reencontrarse con Carmen, éstale aseguró, con algo de humor, que el deseo infinito de ser monja era la causa de sus quebrantos de salud. Lo era, en realidad. Porque al poco tiempo se curó, no sin antes ser sometida al debido tratamiento médico

en medio del clima favorable del acogedor municipio coronado con bellas araucarias.

Volvió a su tierra, la recién fundada Villa Rica de Segovia. Y en cierta visita a una finca cercana al pueblo, tuvo un reencuentro con su primo, quien a lo mejor confiaba todavía en que los anhelos de su corazón serían atendidos.

 Ella, en cambio, mantuvo la decisión tomada. Y cuando presintió que él iba otra vez a declararse

para pedir su mano, sostuvo en público, en voz alta para que la oyeran, su férrea vocación religiosa y  su voluntad inquebrantable de irse cuanto antes al convento.

 «Esto lo desconcertó de tal modo escribe- que no me dirigió ni una sola palabra… Pocos días después se fue a Cundinamarca, para no volver».

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Su enfermedad se había ido, pero no el dolor. O a la felicidad de ver realizados sus sueños de entregarse a Jesús como su esposa, y de pasar «diez meses muy felices» en el Seminario de Cali, le siguió la tragedia, la dolorosa tragedia de que su amado padre, Pedro Antonio, fue víctima «de la más terrible enfermedad», ésta sí incurable.

Debió, pues, abandonar sus planes, despedirse »bañada en lágrimas»- de sus compañeras, tomar el caballo que la condujo hasta Segovia y asumir por tanto las obligaciones familiares, ahora como criatura terrenal, lanzada al mundo tras su fugaz paso por el cielo. Fue cuando empezó a administrar un almacén de telas en la Plaza de Bolívar, en la planta baja de su casa.

 «En lugar de la blanca corneta que me distinguía como esposa de Jesucristo, tomé la negra mantilla,distintivo de la melancólica viudez. Vestida así, más parecía un cadáver que llevaba a la fosa, que una criatura que volvía a luchar con las tempestuosas olas del mundo», escribe.

Enhorabuena, el Señor le dio fuerzas para levantarse. Con los días, se dedicó al cuidado del altar del templo, situado a escasos metros de su casa, y recibió una autorización del sacerdote para la preparación de los niños del pueblo a su Primera Comunión.

«Desde entonces me consideraba la feliz esposa de Jesús Sacramentado o al menos su amorosa sirvienta», concluye en su Diario, el pequeño cuaderno que heredó, como regalo especial de la señorita Delia Álvarez en sus últimos días, Beatriz, hija de doña Susanita Issa. Ese Diario, la santidad de Genovevita y la bondad de su sobrina Susana, quien enviaba cada viernes una canastica de comida a su amiga Mary, la viuda, para calmar el hambre de sus cinco niños huérfanos, no son, ni pueden ser, hechos aislados, sin ninguna relación.

 Los lazos invisibles de Dios deben unirlos…

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