LAS TIENDAS
Diego Franco Valencia
p e r t e n e c e m o s a la generación que conformó la población infantil de mediados del siglo XX, al hablar de «tiendas», recordamos los sitios inevitables donde las familias acudían a la provisión de víveres que conformaban lo que más tarde oímos definir como «canasta familiar». Las tiendas y sus propietarios hicieron parte del «paisaje cultural y económico» de los pueblos de entonces. Como niños, llegamos a ser, prácticamente, los «domicilios ocasionales» de los viejos tenderos. Eran las épocas en que las señoras pedían a sus vecinas, con tono casi suplicante: «présteme el niño para que me haga un mandado a la tienda de don fulano!». Seguramente este hecho empezó a definir nuestro espíritu de servicio y colaboración con los congéneres, valor que ya se nos estaba inculcando en la escuela de Varones.
Esos «fulanos» de las tiendas a que hago mención eran, nada más y nada menos, unos señores de bien que arriesgaron sus capitales con el ánimo, además de acrecentarlos, de prestar un servicio a la comunidad local que se expandía a la par con el desarrollo de la caficultura, la ganadería y el comercio pueblerino. La actividad económica se centraba en la Plaza principal y las dos cuadras que conducían al sitio despoblado de la «Plazuela», hoy ocupado por la plaza de mercado cubierto y la escuela Mariscal sucre. Esas dos cuadras son las que siempre se han conocido como «la calle Real», o calle del comercio. Nombre de «estirpe» española que se le daba a la calle larga que albergaba tiendas, almacenes, cafés, salones sociales, peluquerías y demás servicios de comunidad. Con la Plaza y el parque central constituían la «pasarela dominguera» de las muchachas del pueblo y las campesinas «encopetadas» que lucían sus trajes elaborados con las telas de los Almacenes de Genovevita Álvarez, las señoras Lola y Teresa Cardona, en el almacén Paris, Don Antonio Martínez o María y Tulia Quintero, entre otros. Los «dandis» eran los caballeros, vestidos por los sastres de entonces: Antonio Loaiza «gumarra», Julio y Evelio Giraldo, Joaquín Montoya y su hijo Abel. A estos «galanes de aldea» se les veía ataviados con los sombreros Barbisio, Stetson o Borsalino que vendían Emilio Hoyos o Gabriel Jiménez y con los zapatos de Julio «Batea», Pedro Morales, el mismo «gumarra» y Fabio Quiceno, «piracho» y, los más «estilizados», con los famosos «Corona» que solo vendía
Campo Elías Ramos.
En ese entorno apacible y con el mismo marco territorial, se desdarrollaban las actividades de los tenderos de entonces. Los nombres y los sitios pueden ser otros, pero aún se conservan los lugares tradicionales de aquellas grandes tiendas a que me refiero.
Hacia los inicios de siglo pasado existían los «herederos comerciales» de Don Jesús Orozco y Arturo Ochoa, junto con Don Arturo Ocampo y Rufino Cuartas (prestantes tenderos de los años 20). Pero conocimos directamente y dentro del entorno mencionado, desde la Plaza hasta el sitio que hoy ocupa el Granero el Maizal, en la mismísima «calle Real», las tiendas de Ríos y Bedoya (Clímaco Ríos y Elías Bedoya), Emilio Cardona (hoy Supermercado Don Emilio), Salvador Quiceno («panocho»), Uldarico Peláez y Gustavo Aristizábal, Aristóbulo Gómez, Ramón Flórez ( más tarde propiedad Godofredo Duque y luego de Conrado Gómez), sitio donde hoy se sostiene el Supermercado «La Canasta» del señor Darío Gómez. Al final, la Gran tienda de don Gonzalo Soto, denominada, granero «la Mazorca». Un voraz y perverso incendio, hacia los años 70,acabó con ella y con las ilusiones de Don Gonzalo.
Con todo, consideramos que las tiendas han tenido su razón de ser en la historia económica de la localidad. Estos señores expusieron y han expuesto sus capitales al riesgo de las depresiones económicas que todos conocemos como «quiebras», ocasionadas por muchos factores, entre ellos la crisis del sector agrario, la pérdida del poder adquisitivo de los clientes, el incumplimiento obligado y, la mayoría de las veces, voluntario de los deudores ingratos que no comprenden el valor que tiene el servicio del crédito, que se acentúa en los periodos de «vacas flacas» o de recesión económica. Otros factores negativos que incidieron en la desaparición de las grandes tiendas fueron la pérdida de vocación de los herederos de aquellos comerciantes para continuar con sus empresas, la cercanía a la capital y el desarrollo de transporte terrestre, aparte de que hoy, inclusive, se puede acudir al mercado virtual, con el auge de las nuevas tecnologías. Las grandes cadenas, los supermercados y las hipertiendas extienden sus tentáculos hacia las provincias, en un proceso económico, que si bien favorece nuestra economía personal, a través de las multioferta y rebaja de los precios de gran mayoría de los productos dela canasta familiar, no debemos desconocer que golpea, inmisericordemente, a un sector de comerciantes que han contribuido con el desarrollo del comercio local, a expensas de sufrir los efectos de unos deudores que jamás aprendimos a «pagar a tiempo»!.
Merecido es todo homenaje y reconocimiento que se les pueda rendir a estos pioneros y representantes del comercio local